“La privacidad es una cuestión obsoleta”, anunciaba Mark Zuckerberg, en pleno auge de Facebook. La privacidad tiene, entre otras funciones, proteger la intimidad, ese lugar en el que resuena la voz interior que solo es posible formular y oír en la quietud y la calma.
¿Se puede vivir sin ser mínimamente consciente de lo que ocurre en el fondo de uno mismo? ¿Se puede prescindir del rincón escondido desde el que surgen los pensamientos más profundos y auténticos del ser humano? ¿Cuáles son las consecuencias de asediar la intimidad, dejando que nos bombardee, embote y consuma la información desbocada y nerviosa?
En plena pandemia, miles de millones de jóvenes se quedaron enganchados a las redes por falta de alternativas más excelentes. La pandemia propició un experimento a gran escala que permitió estudiar las consecuencias de un uso sin precedente de las redes.
¿Qué ocurre cuando uno se convierte en una presa irreflexiva al remolque de los algoritmos? ¿Qué puede ocurrir a la salud mental de un joven cuya motivación depende de los estímulos externos y cuya autoestima depende de la apreciación de un ejército de perfiles anónimos?
En 2021, Common Sense Media publicaba un estudio sobre la relación entre la salud mental y el uso de las redes sociales durante la pandemia en la franja de edad entre los 14 y los 22 años.
Para contextualizar, Common Sense es el nombre de una entidad americana que realiza encuestas sobre el consumo de las nuevas tecnologías en la infancia y la adolescencia desde el año 2003. Le debemos información valiosísima. Desde sus inicios, se consideraba una entidad seria, logrando ganarse el respecto de muchos investigadores y de la población en general.
El estudio compara la presencia de síntomas moderados a severos en función del uso de las redes en esa franja de edad. Uno de los resultados del estudio es impactante. Concluye que hay casi 3 veces más de probabilidades de padecer síntomas de depresión (de moderados a severos) en los que usan redes, con respecto a los que no las usan nunca.
La pregunta que se hace Common Sense es: ¿los síntomas de depresión son consecuencia de estar en redes? O bien ¿la gente deprimida se encuentra en las redes porque las redes proporcionan alivio a su depresión? Examinemos ambas hipótesis.
1) El hecho de estar más tiempo en redes podría ser la causa de los síntomas de depresión. ¿Por qué? Después de todo, los algoritmos de las redes están diseñados para aislarnos. Y no es lo mismo una conexión humana que una conexión online. Un estudio publicado por YouGov concluye que un 22% de los milénicos dice no tener amigos. Siguiendo esa hipótesis, habría que reducir el uso de las redes.
2) Los jóvenes acudirían a las redes porque están deprimidos antes de usarlas y lo hacen para aliviar su depresión. Siguiendo esa hipótesis, habría que potenciar el uso de las redes.
Common Sense afirma que no es posible saber en qué dirección va la relación. Pero opta por la segunda opción a la hora de escoger el título del estudio: 2021. Hacer frente al covid-19: cómo los jóvenes utilizan los medios digitales para gestionar su salud mental. Llega a la conclusión, sin aportar ni argumentos ni datos que le permitan concluir de esa manera, que los que padecen síntomas de depresión usan más las redes porque se encuentran deprimidos. Se asume que padecían esos síntomas antes de usar las redes.
Por lo tanto, las redes serían una especie de bálsamo para el estado depresivo. En definitiva, el título del informe sugiere que no son las redes las que nos pueden llevar a sentirnos deprimidos, sino que las redes serían un espacio privilegiado para la gente deprimida. O incluso, según parece indicar el título, las redes podrían ser un lugar de sanación o con efecto terapéutico. En definitiva, un oasis para los deprimidos.
Para poder valorar esta postura, hay que ofrecer contexto. En el momento en el que se publica ese estudio, Common Sense está patrocinado por Twitter, la Fundación Bill & Melinda Gates, y las de Zuckerberg y de Bezos, entre otros. En ese estudio, concretamente, interviene como colaborador Hopelab, una asociación que se define a sí misma como un “laboratorio de innovación social, comprometido a apoyar y mejorar la salud y el bienestar de los jóvenes para co-crear intervenciones basadas en la ciencia del comportamiento”.
Resumiendo, dicha entidad distribuye productos tecnológicos para la salud y el bienestar en colaboración con socios, que son empresas tecnológicas.
Desde hace unos días, podemos encontrar aún más contexto a esa cuestión en las 95 páginas de la demanda legal que acaba de interponer el distrito de las escuelas públicas de Seattle en Estados Unidos contra las empresas tecnológicas que llevan las riendas de TikTok, Instagram, Facebook, YouTube y Snapchat.
El demandante, que aglutina a 109 escuelas públicas y 53.973 alumnos, considera que esas empresas son responsables de haber empeorado la salud mental de sus alumnos y de impedir que sus escuelas lleven a cabo su misión educativa. El conjunto de escuelas públicas alega que dichas empresas diseñaron a propósito sus productos para crear dependencia hacia ellos, alega que están explotando la mente vulnerable de millones de jóvenes a través de un círculo de recompensa que lleva al uso excesivo y al abuso de las redes sociales, contribuyendo así a una crisis de salud mental sin precedente.
Según el demandante, que reclama daños y perjuicios, los alumnos con problemas de salud mental tienen peores resultados, lo que obliga las escuelas a tomar medidas caras, como por ejemplo la formación del profesorado para identificar los síntomas, la contratación de personal formado, así como la creación de recursos adicionales para prevenir a los alumnos de los peligros que conlleva la utilización de las redes sociales.
Conviene recordar que las empresas tecnológicas no están en el negocio de proporcionar contenidos a sus consumidores o usuarios, sino que están en el negocio de entregar la atención de sus usuarios o consumidores a los que patrocinan sus contenidos. Por lo tanto, cuando nuestros hijos están en redes, el producto son ellos.
Y la razón de ser de la plataforma no es proporcionar contenido cultural o educativo, sino contenido comercial. Esas empresas necesitan desarrollar mecanismos que permitan mantener la atención de nuestros hijos y alumnos cuanto más tiempo posible en línea para sacar el máximo beneficio económico. Para lograr su propósito, la privacidad debe convertirse en algo obsoleto, como sugería Zuckerberg.
Ahora bien, es ese mismo modelo de negocio que actúa como motor de la innovación tecnológica que ocurre actualmente en nuestras escuelas. Las escuelas representan otra mina de oro para ese sector.
La lógica comercial de la monetización de la atención es la razón por la que, bajo la bandera de la innovación y el hábil disfraz de las metodologías educativas constructivistas, esas empresas llevan años desplegando todo su músculo comercial para entrar también en nuestras aulas. Y ya ha llegado el momento de trazar una línea roja poniendo freno a todo ese sinsentido.
Publicado en La Razón.