Hoy se habla mucho de que lo más importante es el “ser buenos” y no se explica con profundidad lo que esto significa, puesto que la bondad no es una pose ante los demás con las apariencias de aires bondadosos cuando tal vez por dentro, en la interioridad del alma, se vive en podredumbre vital y espiritual (en pecado). Pero ocurre que para justificarnos nos fijamos en las debilidades y fallos de los demás. Decía San Agustín: “No presumamos en absoluto que somos buenos y que vivimos sin pecado. Encomiemos de tal forma la vida, que sigamos pidiendo perdón. En cambio, los hombres sin esperanza, cuanto menos piensan en sus pecados, tanto más curiosos son respecto a los ajenos. No buscan algo que corregir, sino algo para poder hablar mal de los demás. Y, como no son capaces de excusarse, están siempre dispuestos a acusar a otros” (Sermón 19, 2). Cuando uno se considera limitado y pecador es más comprensible y misericordioso ante los demás pues, de lo contrario, uno se dedica a husmear en los pecados y debilidades ajenas.
Nada merece tanto elogio y respeto como una persona que reconoce sus debilidades, faltas y pecados mostrando siempre un sincero propósito de enmienda y de cambiar de vida, es decir, de convertirse. Y es así como nos lo recuerda Jesucristo: “Convertíos y creed en el evangelio” (Mc 1, 15). La bondad no nace de un puro sentimentalismo ideologizado, que marca las pautas de cómo se debe actuar para ser aplaudido y reconocido por los demás. Esto, y si así se vive, conlleva una mentira existencial que produce insatisfacción y descontento.
El “buenismo” que hoy tanto se ensalza no tiene reglas ni normas, puesto que todo vale y se doblega con sensibilidad egoísta. Esta presunción lleva a creer que todos somos buenos y el pecado ya no existe puesto que éste, para la mentalidad progresista, es represivo y de épocas anteriores promovidas por el autoritarismo. Para el “buenismo” no importan las leyes de la naturaleza y menos aún las leyes de Dios: los mandamientos.
Desde el punto de vista psicológico y espiritual, cuando impera el puritanismo de creer en una falsa bondad y se afirma que el pecado es fruto de mentes anticuadas, lo que posteriormente sobreviene -y es común constatar- es que van creciendo personas sin sentimiento de culpa y se dedican a fiscalizar neuróticamente las faltas o culpas de los demás. Las consecuencias no sólo conllevan deficiencias psicológicas, sino lastres de inmadurez humana y espiritual. De ahí que se llegue a la mediocridad y la tibieza.
Así lo expresaba Santa Teresa de Ávila: “De pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión, a meterme tanto en muy grandes ocasiones y andar tan estragada mi alma en muchas vanidades… Dábanme gran contento todas las cosas de Dios, pero teniánme atada las del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios –tan enemigo uno de otro- como es la vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos sensuales”. El resultado de este estado es una profunda infelicidad.
Por eso el evangelio nos insiste en la conversión: “En aquella ocasión se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: ¿Quién piensas que es el mayor en el Reino de los Cielos? Entonces llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Pues todo el que se humille como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 1-4).
Y la humildad nos hace ver lo que somos, es decir, que no somos perfectos. De los presuntuosos no es el Reino de Cielos, sino de los sencillos que se consideran débiles y pecadores. Tal vez uno de los grandes males que pueden hacer tanto daño en nosotros y entre nosotros es el orgullo de creer que somos ya buenos y no necesitamos nada ni a nadie. Sin embargo, lo más saludable nos lo dicta el Señor: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). Aquí no vale el “buenismo” y no cabe el presuntuoso que piensa que no comete pecado.
Publicado en Iglesia Navarra.