La crisis de las instituciones políticas de la mayor parte de Occidente es, en último término, una crisis de la concepción neoliberal y de la liberal progresista que ha pretendido darle respuesta. Pero en la raíz del problema se encuentra la destrucción de la identidad personal y colectiva, que procuraba el reconocimiento familiar y social, generador de la dignidad sentida, que ha sido arrumbado o, como mínimo, está maltrecho. En esta dinámica de destrucción, el proceso de descristianización social e individual ha tenido una función relevante porque ha dañado un aspecto muy profundo de la identidad: la de la experiencia y el sentido religioso, que arrastra en la caída las dimensiones morales y culturales de la sociedad y de las personas. La sociedad occidental, no toda, sí una parte importante de la misma, ha dejado de ser cristiana.
Viene de atrás: Péguy, con visión profética, ya se refería a ello. Decía que los pecados ya no eran cristianos porque la sociedad ya no lo era. Porque, mejor o peor, la sociedad situada dentro del marco de referencia cristiano se siente sujeta a unos cánones, y posee un tensor moral y espiritual que, como la gravedad y el cambio de caudal en los desbordamientos de los ríos, permite que el agua vuelva a su cauce. Hay pecado, sí, puede ser grande, evidente, pero hay sentido de culpa, y por consiguiente de arrepentimiento y reparación. Esa es la fuerza regeneradora del cristianismo, no solo la evitación de la falta, sino especialmente la aceptación de la culpabilidad y la respuesta reparadora.
Es lo que se ha perdido en la sociedad acristiana. No nos engañemos, eso es la secularización. En ella nadie debe sentirse culpable –como señala el gran negocio de los manuales de autoayuda– porque es una losa insoportable, y por ello las culpas siempre se desplazan hacia el otro. No hay nada que reparar, y sí que criticar y descalificar en el otro, siempre culpable. De ahí la contradicción de que en un Estado de derecho y en una cultura que se proclama defensora de los derechos humanos, la presunción de inocencia esté desapareciendo, y las modificaciones del código penal siempre vayan en la línea de acentuar las penas. Es una sociedad dotada de unas concepciones que no otorgan a sus ciudadanos la fuerza interior para sentirse responsablemente culpables. El bien ya no es una realidad que nos manda, sino la preferencia que nos resulta cómoda.
Sin Dios, la sociedad cristiana pierde la capacidad de trascender, y no solo hacia arriba, sino horizontalmente en la relación entre unos y otros. Entonces el individuo se convierte en un ser auto-referenciado cada vez más posesivo. El amor ya no es la llamada a la entrega, sino la exigencia de recompensa. El desastre en el orden secular de la descristianización es inmenso, individual y colectivamente, y agrava tanto la crisis de identidad como la virulencia de las reacciones, porque algunas de ellas, reivindicando para sí el cristianismo, están contaminadas también por aquella descristianización, en lo que afecta a su esencia, a la condición de amar al prójimo. Trata al otro como quieres que te traten a ti es la regla de oro de la ley natural que Jesucristo enseña (Mt 6,12), que la cultura desvinculada ha sustituido por un “trátame a mí como yo quiero, que a ti te trataré como me complazca”.
Y en este mar revuelto y cada vez más caótico de la ideología de la concupiscencia, la de creer que la realización personal es una cuestión de posesión del otro para satisfacción propia, del dinero, del poder, y que cuando no resulta así él es culpable, ha terminado por imperar una ideología irracional: la perspectiva de género, una ideología que destruye la identidad humana en su dimensión fundamental, su naturaleza, con la pretensión de sustituirla por una construcción cultural que, como tal, solo es posible mediante el formateado de las mentes y la ingeniería social, y que ha transformado al feminismo, trasmutando su lógica de igualdad de derechos comunes a las personas en una delirante paridad que iguala lo distinto, hasta alcanzar una visión supremacista del poder femenino que, convertido en proyecto político, proclama el poder femenino y condena al hombre como tal hombre. Ahí, el común denominador de seres humanos, de personas, desaparece bajo una dialéctica de enfrentamiento político de mujer contra hombre, en la que las patologías humanas se han transformado en razones políticas.
Publicado en ForumLibertas.