Antonio formaba un precioso matrimonio con Ana. Ambos, verdaderamente afables y generosos, jubilados tras una larga vida de trabajo, disfrutaban en Sotillo de la Adrada (Ávila) de un retiro bien merecido. Voluntarios en Cáritas, cariñosos, pacíficos.
Antonio enfermó de coronavirus. Asfixiantes días de la angustia y la desazón. Ana se quedó sola en su hogar y soportó la incertidumbre sin contar con nosotros, sus amigos. Noticias aisladas, contradictorias, lacerantes. Finalmente, luctuosas.
Antonio deseaba que sus restos descansaran en la cripta de la Iglesia de la Reconciliación. Hace una semana pudo cumplirse ese deseo último. Allá, donde muchas veces hemos elevado juntos oraciones pidiendo por tantas necesidades. Allá, donde forjamos nuestra comunidad agustina.
Ana llega con la urna funeraria. Ana llora.
Recuerdo a Dante, ese mago del alma, que escribió en su Divina comedia esta verdad insoslayable: "No hay mayor pesar que recordar los tiempos felices en medio del dolor".
Me traspasa el sufrimiento de Ana, porque ella ha sido muy feliz. ¡Su memoria desgrana tantas horas perfectas...! Regalo de la vida, aunque incomprensible tras el desgarro brutal. Descuajamiento, desraizamiento, la señal indeleble de cuánto se ha querido. No lo sabe este mundo de relaciones compradas al peso: amar a alguien de veras implica abrazar estas amarguras.
Ay, Ana. Quien ha caminado, muere. No nos sorprende. La fugacidad es un peaje. Así lo asumiste aquel día venturoso de tu boda. ¿Qué, si no, implica prometerse "en la salud y en la enfermedad"? Significa esto. Estar aquí, en esta cripta, depositando al amado. Significa estar tú viva y él no. Tener que respirar un vaho de dolor caliente en cada aspiración. El hipido inconsolable que reverbera entre estos nichos blancos.
Yo tengo a Marta, esposa y compañera. ¿Tal tristeza vendrá a visitarme a mí si ella me falta? ¿La he deseado tanto como para merecer una devastación tan honda? Concédeme, oh Dios mío, que pacientemente aprenda esta paradoja de entregarse incluso cuando se experimenta la pérdida.
Ana, no hay lágrimas en el mundo más ciertas que las tuyas. Fuimos testigos de una pasión serena, fidelidad sin grietas, eternas horas de paseos... Llora, Ana. Llora por Antonio. Vuestros corazones grandes elevan Gredos hacia el cielo.
Ignacio Monar García es profesor de instituto de Filosofía y laico agustino en la Fraternidad del Monasterio de la Conversión y miembro de Escritores.red.