Tras un silencio de más de un mes, debido a una caída en la que me rompí la cabeza del húmero, espero reanudar mis artículos.
Sabemos que la Revelación pública termina con la muerte del último Apóstol. ¿Significa esto que ya no pueden dase cambios en la doctrina de La Iglesia? Ante este interrogante caben varias respuestas: a) No puede darse ningún cambio; b) Pueden darse cambios, pero de crecimiento y no sustanciales; c) Pueden darse toda clase de cambios.
Ciertamente no podemos decir que no se da ningún cambio. Constantemente se dan nuevos problemas para los que hay soluciones cristianas, es decir inspiradas en la fe y en la Revelación. Pretender, por ejemplo que los obispos se reunieron en el Concilio Vaticano II para repetir lo mismo deja en muy mal lugar la inteligencia de los obispos y del Espíritu Santo. Por citar un ejemplo, es indiscutible que el Concilio Vaticano II ha dejado una huella renovadora profunda en la teología del matrimonio y de la familia. La fidelidad al evangelio obliga a seguir atentamente la evolución de los tiempos, con objeto de dar la respuesta religiosa adecuada a los problemas actuales, si bien ha de evitarse también el exceso del radicalismo que no tiene en cuenta el valor de la continuidad y de la tradición de la Iglesia, pensando por ejemplo que ni Trento ni el Vaticano I tienen nada que decirnos.
La fidelidad a la Iglesia supone obediencia al Magisterio, y en consecuencia al Concilio Vaticano II y sus documentos, sin reservas que los cercenen, pero también sin arbitrariedades que los desfiguren. Los sacerdotes no debemos descuidar la actualización teológica, porque lo contrario es desastroso para la enseñanza doctrinal y la actuación pastoral.
San Vicente de Lerins tiene un comentario muy acertado sobre el progreso del dogma cristiano, que se encuentra en el Breviario en el Viernes de la XXVII Semana. Dice así: “¿Es posible que se dé en la Iglesia un progreso de los conocimientos religiosos? Ciertamente es posible y la realidad es que este progreso se da… Pero este progreso sólo puede darse con la condición de que se trate de un auténtico progreso en el conocimiento de la fe, no de un cambio en la misma fe. Lo propio del progreso es que la misma cosa que progresa crezca y aumente, mientras lo característico del cambio es que la cosa que se muda se convierta en algo totalmente distinto… Que el conocimiento religioso imite, pues, el modo como crecen los cuerpos, los cuales, si bien con el correr de los años se van desarrollando, conservan, no obstante, su propia naturaleza… La estatura y las costumbres del hombre pueden cambiar, pero su naturaleza continúa idéntica y su persona es la misma”.
De las tres posturas a las que antes hemos hecho referencia, está claro que esta segunda, la b, es en la que creo. En cuanto a la postura c, está claro que en ella no se da la necesaria continuidad, sino que se trata de otra cosa, de cambio, no de progreso. Un caso típico de esta línea es la postura progre ante el Concilio. Para ella el Concilio es un punto de llegada, a partir del cual hay que seguir avanzando, pero por fuera de él, es decir, no estamos en línea de progreso, de profundización en él, sino de cambio, no teniéndolo en cuenta, y por ello pienso que no es admisible, como tampoco lo es la postura de aquellos que han abrazado la ideología de género y han sido capaces de transformar los crímenes del aborto y la eutanasia en derechos o combaten la familia natural buscando su eliminación o transformación totalmente radical.