Algunos lectores que meses atrás tenían la paciencia de leerme aquí en ReL, al no ver aparecer mis artículos, tal vez se hayan preguntado qué ha sido de este sujeto, que de pronto ha hecho mutis por el foro sin dar ninguna explicación de su silencio, es decir, que se despidió a la francesa.
La cosa fue bien sencilla. Simplemente me pasó lo que le suele suceder con frecuencia a los individuos como yo, que ya hemos rebasado la fecha media de caducidad. Con 89 años, uno menos hasta hace poco, no se puede ni se debe esperar milagritos. De manera que hacia finales de noviembre de 2018 me dio un telele para no contarlo y quedé casi para el arrastre. O sea, que ya no me podía valer por mí mismo, ni siquiera con un bastón que me había bastado para ir tirando desde que se murió mi mujer, hará de ello diez años, el uno de diciembre próximo.
Fue lo peor que pudo haber pasado. Quizás si le hubiese ocurrido a alguno de nuestros siete hijos, Dios no lo quiera, me hubiese dolido igual. Pero ocurrió como ocurrió, además de repente, de un ictus cerebral, que no le permitió ni decir ay. Cayó fulminada como si la hubiera alcanzado un rayo. Terrible. Muy terrible. Así terminaron cincuenta años y cinco meses menos ocho días de feliz matrimonio. En la parroquia, donde prestamos numerosos servicios, nos llamaban “la pareja feliz”, empezando por el párroco que había entonces, un hombre bastante rústico y poco dado a las lisonjas.
Desde aquel fatídico hecho, yo no he vuelto a ser ni de lejos el que era. Vendí el chalecito en el que vivíamos, me trasladé al centro de la población, a un piso nuevo muy holgado para mí solo, con pocas escaleras, más o menos equidistante de los centros que precisaba (parroquia, centro de salud, farmacia, banco, ayuntamiento, a cuya alcaldesa le prestaba algún servicio, cementerio, etc.). Y así fui tirando hasta que me dió el ataque del que les he hablado, a causa de una infección urinaria que arrastraba desde tiempo atrás.
Quedé casi sin poder andar y desde luego sin poder seguir viviendo solo. Mi hija Cecilia, la mayor de todos los vástagos, jefa del clan familiar en ausencia de su madre -ya lo era de bien pequeña-, me recogió en su casa, un hermoso chalet, donde me cuidó unos meses, pero no podía estar pendiente de mí las 24 horas del día, porque tenía su trabajo -es profesora de enseñanza primaria-, como lo tenía su marido y lo tiene su hijo que le queda en casa. En fin, que como yo mismo había vaticinado en estas mismas páginas, buscamos un residencia de “mayores” -menuda melonada, de la que iré hablando en adelante, porque es el destino final de todo el mudo que sobreviva a la locura de la carretera y a los infartos- y aquí estoy, rodeado de precadáveres. Ya les contaré.