6 de agosto, fiesta de la Transfiguración del Señor
El episodio de la Transfiguración, como se lee en los Evangelios, refleja ciertamente la fe posterior de la Iglesia, pero se basa en un hecho ocurrido realmente. «El relato hace pensar en un acontecimiento verdaderamente sucedido en Jesús, más que en una visión subjetiva de los tres discípulos o de uno de ellos» (Heinz Schürmann). Negar a la Transfiguración la relevancia histórica y el carácter sobrenatural y objetivo atestiguado por los Evangelios significaría considerar imposible en la vida de Cristo lo que se observa frecuentemente en la vida de los santos, por ejemplo, en la de San Serafín de Sarov, quien un día se transfiguró, literalmente, en presencia de su discípulo Motovilov.
Pero los acontecimientos de la vida de Cristo son históricos en un sentido del todo especial. Sucedidos en un tiempo y lugar preciso, extienden su acción a todos los tiempos y a todo lugar. Son «misterios», esto es, acontecimientos abiertos. El creyente está llamado a revivirlos, no sólo a recordarlos. Cada uno, en la fe, se hace contemporáneo al evento y el evento contemporáneo a él. En otras palabras, Cristo sigue hoy transfigurándose, revelándose a los ojos del creyente con la misma «evidencia» con la que se apareció a los discípulos en el Tabor.
A veces esto ocurre mientras se leen con fe sus palabras. Las palabras del Evangelio son también, a su modo, las vestiduras de Cristo: «Cuando veas a alguien que conoce perfectamente la divinidad de Jesús y que es capaz de “aclarar” cada texto evangélico, no dudes en decir que para él las vestiduras de Jesús se han vuelto blancas como la nieve» (Orígenes).
Otras veces esta transfiguración sucede en la contemplación de la creación. Dios ha escrito dos libros: uno es la Escritura, el otro la creación. Uno está hecho de letras y palabras, el otro de cosas. No todos conocen y pueden leer el libro de la Escritura, pero todos, también los iletrados, pueden leer el libro que es la creación. Está abierto de par en par a los ojos de todos.
En el Tabor, decía un antiguo autor, Cristo «transfiguró en su imagen la creación entera». Al celebrar esta fiesta en el corazón de las vacaciones de verano, en las que todos buscan un renovado contacto con la naturaleza, desearía insistir sobre este punto. No basta con abrir los ojos del cuerpo; es necesario abrir también los del alma. Los tres apóstoles habían pasado mucho tiempo con Jesús, pero habían visto sólo las apariencias, la humanidad; aquel día sus ojos se abrieron. Así ocurre con la presencia de Dios en la creación. Vivimos en medio de ella, pero raramente reconocemos ahí la gloria de Dios, de la que «los cielos y la tierra están llenos». Pensamos sólo en utilizarla en nuestro beneficio, en disfrutar de las cosas. Es un universo para nosotros opaco, no transparente. Esto es lo que la Escritura llama «necedad de los hombres» (Sb 13, 1 ss.).
Las vacaciones de verano son una ocasión para poner remedio a esta necedad. Existe una dimensión religiosa de las vacaciones que se evidencia por su propio nombre: ferias [días de fiesta], en el sentido originario, eran días libres dedicados al culto de la divinidad. Es el sentido que el término tiene también hoy en el uso litúrgico. El término inglés holydays literalmente significa días santos. En un salmo Dios se dirige a los hombres y dice: «Deteneos [literalmente: vacate], sabed que yo soy Dios» (Sal 46, 11). Se podría traducir el versículo (como hacía la Vulgata latina): Tomaos una vacación (vacate) para descubrir la única verdad que importa: que existe un Dios y que tú, precisamente tú, existes en presencia de este Dios.
No es necesario, ni sería posible para todos, ir a los Dolomitas o a las Maldivas para descubrir la gloria de Dios en la creación. Cada lugar tiene su fascinación y su belleza: un campo de trigo, una viña, una flor, una mariposa volando. Basta con abrir los ojos del corazón. La fe es un poco como la poesía y el arte en general. El poeta y el pintor, cuanto están bajo la inspiración, transfiguran todo aquello sobre lo que se posan sus ojos. Van Gogh era capaz de descubrir la belleza hasta en una silla de paja con una pipa apoyada en ella.
'La silla de Vincent con su pipa', cuadro pintado por Vincent Van Gogh en 1888 que se conserva en la National Gallery de Londres.
«Los cielos y la tierra están llenos de su gloria», pero no pueden, por sí solos, «vaciarse». Como la mujer embarazada, tienen también necesidad de las hábiles manos de una comadrona para sacar a la luz todo aquello de lo que están llenos. Y estas «comadronas» de la gloria de Dios debemos ser nosotros, criaturas razonables a quienes la Escritura nos define «alabanza de su gloria» (Ef 1,12).
El beatro Enrique Susón (1295-1366), dominico alemán (Heinrich Seuse, o Suso en su forma latinizada, o Amandus, como firmaba sus escritos) fue un místico alemán discípulo del Maestro Eckhart. Fue beatificado en 1831 por el Papa Gregorio XVI. Así lo representó Francisco de Zurbarán (1598-1664).
Había comprendido esta tarea el beato Enrique Susón, quien escribe: «Cuando en el canto de la Misa llego a las palabras Sursum corda [levantemos el corazón], me imagino que tengo ante mí a todos los seres creados por Dios en el cielo y en la tierra: el agua, el aire, el fuego, la luz y todo elemento, cada uno con su propio nombre, así como los pájaros del cielo, los peces del mar y las flores del bosque, la hierba y todas las plantas del campo, las innumerables arenas del mar, el polvillo que se ve a la luz del sol, las gotas de lluvia caídas o que caerán, el rocío que perla el prado. Entonces imagino que estoy entre estas criaturas como un maestro de canto en medio de un inmenso coro».
Tomado de Homilética.