La noche se acuesta sobre la ciudad de El Cairo: la milenaria y grisácea capital egipcia. Un sol incandescente, cual cobriza moneda de media libra, se cuela por un horizonte en forma de hucha. Desde mi habitación de hotel, frente a la mítica Plaza Tahrir, escucho la última llamada a la oración. Es agosto de 2023 y a la mañana siguiente tendré el privilegio de visitar el lugar en el que se escondió la Sagrada Familia de Nazaret.
Llegamos a la hora acordada. En la entrada, unos policías de blanco nos dan el alto. Hay seguridad por todos lados. Los cristianos son parte integral de la sociedad… pero no parece que se les vaya a dejar en paz. Paralela a las vías del metro, una calle discurre dando acceso a las principales iglesias del barrio. Bajamos unas escaleras de piedra, atravesamos una gruesa puerta de madera y enfilamos unos estrechos callejones con tiendas de recuerdos.
Cruzamos otro arco de seguridad y accedemos al lugar en el que la Sagrada Familia pasó tres meses de su vida. Estamos en penumbra, los ojos tardan en acostumbrarse. En el centro de la estancia, un pequeño altar. No hay más. Una luz tenue y olor a humedad. Sobrecoge pensar que en ese pequeño espacio, José y María protegieron al niño Jesús. Qué interesante, me digo. Y, entonces, me da por pensar: ¿nos es lícito a nosotros también "huir"?
Me siento en un banco y empiezo a reflexionar sobre las razones que tendríamos los cristianos para "escapar". ¿No podrían ser acaso el aborto y la eutanasia… la tiranía de género, la cultura de la cancelación, el consumismo radical, el laicismo, el adoctrinamiento en los colegios, el desquiciado feminismo, la falta total de libertad… los "herodes" de nuestro tiempo? Habiendo perdido ya la hegemonía… ¿no sería bueno "retirarse" para no sucumbir a todo ello? ¿O juntarse… para que la sal recobrase su sabor?
Y, entonces, comienzo a recordar el florecimiento del cristianismo y el importante papel que tuvo Egipto en todo ello. Pacomio, Simeón el loco, Onofre, San Antonio Abad… y tantos otros… que, víctimas de la persecución y de la corrupción social de su época, se retiraban al desierto para poder orar. Pero, mi mente se descontrola y empieza a dar saltos en el tiempo. Y me vienen a la cabeza aquellos "retirados" monasterios medievales, tan llenos de familias por los alrededores.
Pienso en las monjas y monjes de clausura. Y un escalofrío recorre mi cuerpo. ¿No podríamos los laicos vivir como ellos? ¡Qué envidia más grande tenemos! Y entonces evoco a mi gran amigo Charles de Foucauld, "retirado" hasta el final en las arenas de Tamanrasset. Y, por último… recuerdo la obra que más me ha impactado en los últimos años: La opción benedictina. Una estrategia para los cristianos en una sociedad postcristiana, de Rod Dreher.
Saco mi teléfono móvil y hago una somera búsqueda por Internet. ¿Algún seglar aplicando esta fórmula de vida en la actualidad? Tras un largo rato, me topo con los Tipi Loschi, en Italia; la Cottonwood Farm, en Estados Unidos; algunas aldeas en Francia como Monasphère… y poco más. Así que, en un delirio de iluminación, me digo: ¿no podríamos vivir todos como la Sagrada Familia de Nazaret que huía de Herodes? ¡Creando "familias de familias" que se sostengan unas a otras para no sucumbir al mundo actual!
Porque -me empiezo a interrogar- ¿podría ser suficiente ir a misa una vez por semana, darle la paz al de al lado y volverse a casa como si nada? En este Occidente sin fe… ¿no resulta, más bien, acuciante reorganizar fuerzas para poder sobrevivir? En un mundo tan implacable… ¿puede un cristiano vivir de otro... a cientos de kilómetros más allá? ¿Y si estuviéramos puerta con puerta… rezáramos cada día… celebráramos la vida en comunidad… para que el mundo pueda gritar: "¡Mirad, mirad cómo se aman!"?
Y es cuando se me ocurre que debería llamarse: ¡Villa Providencia! Un pequeño oasis en medio de un mundo que grita: "¡Tengo sed!" Como zonas verdes sin las que la sociedad no podría respirar. Retirados en la montaña, ¡o en el mismo centro de la ciudad!, da igual, pero con la única misión de hacer presente la alegría de la Salvación. "Aquí vive gente singular… ¡que en medio de la rutina logra ser feliz!", que se escuche decir.
Y empiezo a imaginar quiénes la podríamos conformar. ¡Un puñado de familias!, en sus propias casas… alrededor de una capilla, ¡el centro de nuestra vida! ¿Un sacerdote? ¡Por supuesto!, para que no vivan más en soledad. ¿Una comunidad de monjas de clausura? ¡Está claro!, porque para que algo funcione… solo hay una receta: oración, oración y oración. ¿Y célibes? ¿Y ancianos?… ¡eso, ancianos!… y que sean un "material sensible de especial utilidad".
Y, por último, imagino una carpa, con una gran mesa, ¡nuestro segundo altar!, un lugar especial para celebrar los dones que recibimos cada día. Que lo más importante sea vivir la fe en comunidad. Con sincera alegría, desvividos en la acogida del que llega, sabiendo por qué reímos y por qué lloramos, rezando cada mañana juntos en la capilla, viviendo la "santa cotidianidad" y donde la hermana Providencia -porque todo, todo, nos es dado- sea… ¡la dueña y señora de nuestra vida!
'Pienso que hoy en día también hay muchos cristianos que se retiran, que huyen de ese extraño consenso de la existencia moderna y buscan nuevos modelos de vida; ahora no llaman la atención de nadie, pero con el tiempo se reconocerá lo que en realidad están haciendo' (Benedicto XVI).
Que así sea.