[El desarrollo de este artículo se basa en la sencilla, clara y amena exposición de Mariano Artigas (1938-2006), doctor en Física.]
Empezamos con unas palabras del propio Galileo, del 21 de febrero de 1635: “Tengo dos fuentes de consuelo perpetuo. Primero, que en mis escritos no se puede encontrar la más ligera sombra de irreverencia hacia la Santa Iglesia; y segundo, el testimonio de mi propia conciencia, que solo yo en la tierra y Dios en los cielos conocemos a fondo. Y Él sabe que en esta causa por la cual sufro, aunque muchos hayan podido hablar con más conocimiento, ninguno, ni siquiera los santos padres, han hablado con más piedad o con mayor celo por la Iglesia que yo” (William R. Shea y Mariano Artigas, Galileo en Roma, Ediciones Encuentro, Madrid, 2003, pág. 9).
Seguimos con una cita de Luis Alonso que refleja bastante bien el agitado panorama en el que habitualmente se desenvuelven las opiniones en torno al caso Galileo en España: “Se están alejando los historiadores, en sus investigaciones galileanas, del enfoque sectario que coloreó al positivismo decimonónico. Salvo en España. A nuestros estudiantes universitarios y becalaureandos les exponen todavía interpretaciones de Galileo y su obra sobradas de tópicos envejecidos” (Luis Alonso, Mito y débito. Investigación y ciencia, mayo, 2003, pág. XXX).
Los orígenes de un enfrentamiento
En 1616 la Inquisición inició un primer proceso contra Galileo, aunque él no llegó a comparecer ante los tribunales. De hecho, se enteró a través de terceros de que se le acusaba de sostener la doctrina heliocéntrica. El proceso concluyó con un decreto de la Congregación del Índice en el que se condenaban las obras que defendían el heliocentrismo, por ser supuestamente falso y opuesto a la Sagrada Escritura. Además, el cardenal Belarmino, gran amigo de Galileo, le amonestó para que no defendiera esta teoría, al menos en público.
Los motivos por los que el heliocentrismo generaba suspicacias entre los contemporáneos de Galileo se pueden clasificar en dos grupos. Por un lado, los argumentos de tipo científico y, por otro, los aspectos que se consideraban sospechosos para la doctrina de la fe.
Desde el punto de vista científico las tesis heliocéntricas de Galileo criticaban los principios de la física aristotélica, por lo que rompían con la experiencia ordinaria y la cosmovisión tradicional. Además, como se demostró más adelante, los argumentos y pruebas que ofrecía Galileo para defender el heliocentrismo acabaron por demostrarse falsos o poco concluyentes.
El otro factor que motivó la censura a Galileo estaba en relación directa con el contenido de la fe. Para el lector contemporáneo la tesis heliocéntrica no constituye una opinión que se enfrente directamente con los puntos esenciales de la doctrina católica, pero para algunos de los eclesiásticos del siglo XVII constituía una seria amenaza contra la fe. Veamos brevemente por qué.
El hecho de que el Sol sea el centro del Universo y la Tierra gire a su alrededor como un planeta más parecía entrar en contradicción con algunos pasajes de la Biblia en los que se señala que la Tierra está quieta y el Sol se mueve. Por otro lado, en 1618 da comienzo la Guerra de los Treinta Años que divide a Europa en dos mitades por motivos, precisamente, religiosos. A partir de entonces los esfuerzos de la Iglesia por cortar de raíz cualquier doctrina que pareciera alejarse de la fe no se hicieron esperar.
Cabe preguntarse por qué el heliocentrismo no suscitó un revuelo tan grande cuando fue sostenido por otros científicos, como por ejemplo Copérnico o Diego Zúñiga, y sí lo hubo con Galileo. El motivo fundamental era que Galileo sostenía el heliocentrismo no como una mera hipótesis científica sino como una teoría verdadera. No se trataba de una mera representación de la realidad, útil para hacer cálculos por ejemplo, sino que demostraba que realmente era así.
Galileo, lógicamente, en tanto que científico estaba en pleno derecho de decir lo que quisiera, pero los que juzgaron sus demostraciones las encontraban poco concluyentes o fundadas. De este modo, todas estas objeciones de índole científica y religiosa contribuyeron a que Galileo se ganara rápidamente la enemistad de muchos profesores universitarios –la mayoría de ellos aristotélicos, que presionaron para que sus obras fueran prohibidas–, a la vez que levantaba recelos entre algunos eclesiásticos.
Los aciertos de Galileo y de los eclesiásticos
El fuerte carácter de Galileo no ayudó demasiado a tranquilizar la crispación generada. Tampoco lo facilitó el hecho de que comenzara a ejercer como teólogo para ofrecer una interpretación de la Biblia acorde con sus hipótesis. Pero argumentó bastante bien su postura al afirmar que lo importante en la Biblia era el fondo de los asuntos que pretende enseñar y no tanto las formas literarias que se usan para expresarlo. Al mismo tiempo, algunos eclesiásticos discutían el alcance y la veracidad científica de las investigaciones de Galileo, poniendo en tela de juicio la solidez de sus conclusiones.
Paradójicamente, resultó que tanto los teólogos como Galileo tuvieron razón en las críticas que se dirigieron mutuamente, pero al mismo tiempo ambos también se equivocaron a la hora de interpretar las hipótesis de su especialidad. La Iglesia actualmente acepta que el heliocentrismo no implica una contradicción directa con la fe y, al mismo tiempo, las pruebas científicas concluyentes en las que se basaba Galileo para defender el heliocentrismo se han demostrado que no eran tales.
Las razones para reabrir el proceso
La reprimenda de 1616 causó el efecto deseado, pero siete años después, en 1623, Galileo creyó encontrar una nueva prueba a favor del movimiento de la Tierra. Hasta entonces los argumentos de Galileo para defender el heliocentrismo se habían basado en sus hallazgos con el telescopio en 1609 y 1610. En estos años descubrió las fases de Venus, los satélites de Jupíter, las montañas de la Luna, y que la Vía Láctea estaba compuesta de miles de estrellas.
Sin embargo, 15 años después Galileo encontró una nueva hipótesis. Se trataba de considerar el movimiento de la Tierra como causa de las mareas, lo cual es falso. Viajó de nuevo a Roma en 1624 y fue recibido amablemente en seis ocasiones por el Papa Urbano VIII. El Papa no consideraba herética la doctrina heliocéntrica (en ningún momento se dijo que fuera una doctrina herética. No es lo mismo decir que algo es falso –en este caso por falta de pruebas– que decir que es herético). Sencillamente pensaba que nunca llegaría a demostrarse. No hay que olvidar que el sistema geocéntrico propuesto por Tycho Brahe daba razón de los principales fenómenos que trataba de aclarar Galileo.
Las gestiones de Galileo en Roma tuvieron un éxito relativo, pero le animaron para seguir buscando nuevas pruebas que dieran fundamento a su teoría. Pasaron otros siete años hasta que Galileo puso por escrito sus investigaciones en una obra titulada Diálogo entre los dos grandes sistemas del mundo, el tolemaico y el copernicano. Conseguir el permiso eclesiástico para publicarlo no fue tarea fácil. Galileo se vio forzado a realizar una serie de matizaciones en las que se mantenía que el copernicanismo era una hipótesis científica y no una explicación fiel de la realidad. De este modo, se suavizaba la fuerza de las tesis de Galileo para que levantaran el mínimo de revuelo posible. Pero no fue así.
Cuando salieron los primeros ejemplares de la obra en Florencia no pasó inadvertido que el personaje que defiende el antiguo sistema tolemaico se llamaba Simplicio. Simplicio era uno de los más famosos comentadores de Aristóteles y, lógicamente, en la obra expone la cosmología tradicional. Los enemigos de Galileo –tanto los científicos como los eclesiásticos– le acusaron ante el Papa de ridiculizar el punto de vista clásico de la física aristotélica.
La acusación llegó en un momento especialmente malo para los intereses de Galileo. Desde hacía años la preocupación principal del Papa no era precisamente el movimiento de la Tierra sino la Guerra de los Treinta Años. Solo quince días después de la publicación del Diálogo, el embajador de España ante el Papa acusó a este de no estar siendo suficientemente firme en la defensa de la fe católica. Ante esta situación Urbano VIII estaba obligado a censurar con rotundidad cualquier actitud contraria a la fe. Por si fuera poco, los enemigos de Galileo denunciaron el tono de burla con el que se defienden los argumentos de Simplicio en el Diálogo. Teniendo en cuenta que los enemigos de Galileo no eran pocos ni poco influyentes, es lógico suponer que no debió ser difícil inquietar al Papa. A la vista de los acontecimientos se comprende un poco mejor por qué el Papa permitió que se abriera una segunda investigación contra las tesis de Galileo.
La Congregación del Santo Oficio condenó a Galileo por desobedecer las recomendaciones del proceso de 1616, en las que se le ordenaba que no volviera a defender el copernicanismo. Se incluyó en el Índice la publicación del Diálogo... y Galileo se vio obligado a retractarse de sus opiniones en torno al movimiento de la Tierra. Fue lo más deshonroso de todo, puesto que la abjuración se desarrolló en público.
Aunque en un principio la condena impuesta era la prisión, esta nunca llegó a ejecutarse pues las buenas disposiciones de Galileo y su notoriedad (Galileo era una de las personalidades más relevantes de la región Toscana, principalmente por ser el primer matemático y filósofo del Gran Duque) permitieron que la pena fuera conmutada por el arresto domiciliario. Este tuvo lugar en su residencia a las afueras de Florencia, Villa Arcetri, donde siguió escribiendo y fue cuidado por su hija monja. De hecho, las obras científicas más importantes de Galileo las escribió en este período.
El número de falacias vertidas en torno a las circunstancias de su muerte no tienen fundamento ni base documental alguna. Galileo murió de muerte natural el miércoles 8 de enero de 1642, a los 77 años de edad, es decir nueve años después de finalizar el proceso. No lo mató la Inquisición ni fue condenado a muerte.
Publicado en Nueva Revista.