La actitud fundamental del sacerdote hacia los penitentes debe ser el amor. Conseguir esta actitud es fácil, porque aparte que la gracia de estado está para algo, vemos al penitente ya arrepentido, es decir bajo la luz de la gracia que posee, al menos en forma de atrición, y en nosotros mismos se realiza un poco aquello del Evangelio: "Más alegría hay en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse"(Lc 15, 7). Considero difícil que un penitente llegue a despertar en nosotros sentimientos negativos.

Este amor al penitente debe llevarnos a amar a la Penitencia como ministros suyos y como una de nuestras tareas más importan­tes: "Otras obras por falta de tiempo podrían posponerse y hasta dejarse, pero no la de la confesión" (Conferencia Episcopal Española, instrucción pastoral acerca del sacramento de la Penitencia Dejaos reconciliar con Dios [1989], n. 82); "El confesor muéstrese siempre dispuesto a confesar a los fieles cuando éstos lo pidan razonablemente" (Ritual de la Penitencia, 10 b). Tengamos en cuenta que en pocos sitios es más fácil hacer verdaderamente el bien y ayudar a la conversión hacia Dios que en este sacramento y que Dios no nos pide sino el cumplimiento de nuestro deber de modo humano.

Pero sobre todo seamos conscientes de que la gente viene a nosotros, los confesores, buscando no nuestra opinión personal, sino lo que dice la Iglesia, y a ello hemos de atenernos. Para ello el sacerdote debe seguir estudiando y actualizándose a lo largo de su vida: "Es menester que los presbíteros conozcan bien los documentos del Magisterio, y señaladamente de los Concilios y Romanos Pontífices, y consulten los mejores y aprobados doctores de la ciencia teológica" (Presbyterorum Ordinis, 19). El estudio nos es tanto más necesario cuanto que mucha gente viene a nosotros dentro y fuera del sacramento a pedir ayuda y consejo en los problemas de su vida, especialmente en aquello que toca directa o indirectamente lo moral o religioso. Si la gente espera de un psiquiatra o de un médico una adecuada formación profesio­nal, tanto más está en su derecho esperarla y exigirla de un sacerdote que confiesa.

Además, no es el penitente quien debe ponerse en lugar del confesor, sino el confesor quien debe esforzarse en comprender la mentalidad del penitente. Recuerdo un día que, confesando en Alemania, me cayó un siciliano: la diferencia era abismal. Por esto la confesión es accesible a todos, incluidos los niños. Procuremos por ello personalizar, no diciendo siempre lo mismo, sino adaptándonos a cada penitente.

En este sacramento se están dando abundantes aspectos positivos, como la dedicación abnegada y gozosa de muchos sacerdotes a este ministerio, el redescubrimiento pastoral y existencial por parte de algunos de esta fuente de perdón y gracia, así como los frutos de renovación y santidad que produce en no pocos que se acercan a él. Pero hemos de ser realistas y no podemos ocultar la grave crisis que está pasando, crisis que nos debe llevar a profundizar más en lo que este sacramento supone.

Y desde luego, si queremos que los fieles estimen la confesión, los sacerdotes debemos guiarles no sólo con las palabras, sino sobre todo con el ejemplo. La mejor catequesis es la del sacerdote que se acerca a menudo y con regularidad a este sacramento, que le permite profundizar en la contrición de sus pecados y seguir más fielmente a Cristo, en cuyo nombre perdona a quienes son pecadores, como lo es él mismo.

El sacerdote que descuida personalmente este sacramento será él mismo un mal confesor, dejándose llevar de la pereza y dándose a sí mismo pretextos para evitar el confesonario y deshabituar a los fieles. No hemos de desanimarnos por que de vez en cuando cometamos errores, porque como dice la parábola de los talentos, quien no hace nada para no equivocarse, ya está equivocado, y el bien que hacemos suple de sobra nuestros errores. Su abandono es tanto más lamentable si tenemos en cuenta el enorme bien que este ministerio aporta a las almas.