Doy por supuesto que el lector está ya al cabo de la calle respecto a la polémica sostenida entre Francisco Álvarez Cascos, antiguo secretario general del PP, y el ministro del Interior, Pérez Rubalcaba. De todos modos recordaré muy brevemente la almendra del tema, para refrescar la memoria. Cascos acusó a una «camarilla policial» de falsear pruebas en el caso Gürtel, y el ministro le respondió que «trata de defender a sus repugnantes» implicados en esa trama, «atacando a la Policía, a los jueces y a los fiscales». No voy a decir cual de los dos tiene más razón, aunque si me pidieran un acto de fe sobre quién de ambos me merece más credibilidad, sin duda alguna me inclinaría por Álvarez Cascos, porque el señor Pérez Rubalcaba ha perdido para mí toda confianza, en particular desde aquel fatídico 12 de marzo de 2004, en el que trató de sacar tajada política, y la sacó, de la mayor matanza terrorista sufrida por este desdichado país, diciendo con todo el morro que «España no se merece un gobierno que miente».

¿Mentir Ángel Acebes como ministro del Interior en situación tan extremadamente grave? Pero si la camarilla de la que habla el asturiano llevó del ronzal a la cúpula del ministerio hasta dejarles que se dieran el costalazo. Si el señor Rubalcaba iba siempre tres pasos por delante, o acaso muchos más, de la información que recibía el propio ministro, debidamente cocinada. Aún hoy, nadie en su sano juicio puede pensar que tan terrible carnicería fue obra de unos «pelanas de Lavapiés».
 
Pero a lo que iba, Álvarez Cascos sólo habla de una camarilla, en cambio Rubalcaba extiende por su cuenta la acusación del pepero a la «Policía (así en general), a los jueces y a los fiscales (también en general)». Esta generalización, mediante la cual se intenta aplicar al todo lo que se refiere sólo a una parte mínima –y tan mínima- del cuerpo aludido, me ha retrotraído a sucesos de cincuenta años atrás. «En aquellos tiempos», los comunistas del exilio –los del interior terminaban habitualmente «alojados» por cuenta de todos los españoles en el «hotel» de Carabanchel-, solían montar números, con doña Dolores y el incombustible don Santiago a la cabeza, en los salones de la Mutualité de París, que debía ser una institución de la CGT francesa, donde ponían como no quieran dueñas a Franco y a su régimen. Aquí, por descontado, no se daba información del «evento», pero la prensa adicta, que era toda y no sólo los periódicos dependientes del Movimiento, ponían el grito en el cielo y organizaban una escandalera de padre y muy señor mío. «¡Los comunistas atacan a España!» era uno de los titulares más suavecitos que aparecían en los periódicos. Yo decía para mí, bueno, y para todo el que quisiera escucharme, porque nunca me anduve con muchas reservas a la hora de expresar mis opiniones, que los comunistas no atacaban a España ni a los españoles, sino únicamente al régimen político imperante entonces y al que llamaban Caudillo los padres de los gobernantes de ahora, pero personalmente nunca me consideré aludido por las tonterías y alguna que otra barbaridad, marca de la casa de la hoz y el martillo, que soltaban los «oradores», que no creo que oraran mucho. Ni siquiera cuando se incorporó a la «vanguardia» el extremoso padre Llanos, S.J.
 
La Policía del comisario Yagüe y el coronel Blanco, director general de Seguridad, junto con la prensa fiel que, como digo, era toda, veían comunistas hasta en la sopa. Yo figuraba como tal en los ficheros policiales, aunque no lo era en absoluto. A lo sumo un inconformista –como siempre- y algo enredador, pero el sambenito de «rojo» me impidió el acceso a puestos de trabajo en los medios católicos, o me echaron de otros. Episodios que me darían para escribir un libro. Pero si yo, malquisto, no me eché al monte colorado, otros muchos, por lo general hijos de personajes bien situados en el régimen, engrosaron las aguerridas huestes del partido estalinista, que nadie hizo tanto a favor del PCE como la Policía y la prensa franquista, con sus torpes campañas anticomunistas, aunque de muy poco le ha servido todo ello a la «famélica legión». A los peceros, para contemplar su propia ruina, sólo basta –ahora que ha desparecido la URSS-, dejarles a su aire en un clima de libertad, como estamos observando en estos páramos. A Rubalcaba, Zapatero y compañía les sucederá lo mismo, si continúan por el camino despótico que llevan, a poco que sepamos defendernos de sus marrullerías y alcaldadas, por decirlo suavemente.