El “sentido común” es, como indican sus palabras, el “sentir” “común a todos”. Antes era común, por ejemplo, que un peatón llamara la atención a un joven por lanzar una pelota a los cristales de un local. Porque el “sentir” común nos decía que eso era inaceptable. A nadie se le ocurriría decirle al peatón de “meterse en sus asuntos”. La necesidad de una corrección era un “sentir” compartido por todos. “Se lo diré a tus padres”, decía, convencido de que los padres compartían ese “sentir”, de que no se pueden tirar pelotas a los cristales de un local. Era algo que no había que argumentar, ni al niño ni a los padres. No había que dar explicaciones, porque era evidente de por sí. Era de “sentido común”.
Quizás el sentido común dejó de serlo precisamente cuando ese “sentir” dejó de ser “común”. Cuando dejó de ser evidente que atentar contra la propiedad ajena y el respeto por las normas de urbanidad era algo reprobable. Ese día fue el día en que los peatones dejaron de llamar la atención a los niños que tiraban pelotas a los cristales de un local. Quizás por miedo a que los otros peatones los miraran mal por su exceso de afán, por su tendencia al conflicto, o por miedo a que los padres del chaval les dijeran que se “metan en sus asuntos” o ante la probabilidad de que los chavales les tiren pelotas a la cara, ante la mirada pasiva de otros peatones. Entonces fue cuando cada peatón que pasaba por allí tomó la decisión de hacer la vista gorda, viéndolo, pero sin mirar.
No, no matamos al sentido común, ni lo perdimos. Muchos de nosotros seguimos “sintiendo” que las cosas son como son. Pero ese “sentir” ya no es compartido, por lo que habrá que dejar de llamarlo “común” porque ya no lo es. El sentido común dejó de serlo cuando un parque de bolas se convirtió en un campo de batalla campal entre madres, acabando con seis heridos. El sentido común dejó de serlo cuando regalar (o, mejor dicho, ser incapaz de negarle) un iPhone 10 a un niño de 10 años se convirtió en algo normal y corriente, y cuando pasó a ser algo excepcional que sus padres le regalaran su atención incondicional. Y el sentido común dejó de serlo cuando los padres dejaron que sus hijos de 10 años viesen películas para mayores de 18 años, pero los sobreprotegieron como si tuviesen tres.
El sentido común es la sensibilidad compartida de que una cosa es como es y no como uno quisiera que fuera, no es otra cosa que la capacidad de captar los matices de la realidad. Necesitamos sensibilidad para poder tener un entendimiento correcto de la realidad: percibirla, para luego interpretarla correctamente. Esa sensibilidad es una piel fina que nos permite percibir lo que se ajusta o no a lo que reclama la naturaleza del niño, del joven. Para distinguir entre lo que pide él y lo que reclama su naturaleza, que no siempre es lo mismo.
Ahora bien, ¿cuál es el principal problema con el que nos encontramos en el ámbito educativo respecto a la sensibilidad? Pues que solo los educadores sensibles entienden el sentido y la importancia que tiene esa sensibilidad, porque ellos mismos la tienen. El drama de la educación hoy en día es que los educadores que carecen de esa sensibilidad difícilmente entenderán su importancia, precisamente porque carecen de las cualidades que les permiten ver su relevancia. El problema más grave no es el problema en sí, sino la negación del problema, o de su gravedad: “No es para tanto”. Esa es, de hecho, la esencia de la frivolidad y del cinismo. El insensible, como no ve más allá de sus narices, no concibe que otros tengan sensibilidad, hasta a veces quisiera que otros no la tengan. Y por eso, la manifestación de la sensibilidad le irrita, porque la encuentra ridícula y exagerada. De hecho, si un insensible por casualidad acabara leyendo este artículo, lo calificará cínicamente de sensiblería descomunal y abstracta.
El principal problema del "sentido común" hoy en día no es que se haya perdido, sino que ha dejado de ser "común". ¿Qué pasa cuando necesitamos de los demás para caer en la cuenta de que algo es, o no es, acertado? ¿Qué pasa cuando ese "sentir" debe tomar raíz en la mayoría para considerarse "común"? ¿Qué pasa cuando esa mayoría deja de tener sensibilidad?
Entonces dejamos de pensar por nosotros mismos y el sentido común se convierte en el mejor enemigo del sentido propio.
Por eso, ante este panorama un tanto desolador, los padres no podemos dejarnos mandar por las estadísticas, por las opiniones ajenas, o por la dictadura de las modas. Las estadísticas las hacemos nosotros, y no ellas a nosotros. Hemos de ayudar a nuestros hijos a entender que lo de que “todo el mundo tiene o hace” nunca puede ser un criterio. Hemos de ayudarles a tener un sentido propio y a no perderse en el “sin sentido común”.
En definitiva, la sensibilidad es un faro que nos ayuda a los padres a la hora de educar, que ilumina nuestras decisiones educativas. Es aquello que nos permite no solo ver, sino mirar. María Montessori decía que “la torpeza en los sentidos lleva a la incapacidad de juzgar por uno mismo”. ¿Y qué hay, entonces, del sentido común?
Pues mientras el “sentir” de lo que conviene o no para un niño deje de ser común, y mientras el “común” de los mortales prefiera “ver sin mirar”, quizás ha llegado el momento en que conviene más que nunca conservar o recuperar nuestro “sentido propio”.
Publicado en El País.