El padre agustino Manuel Morales acaba de publicar "Tus hijos volverán", un libro precioso que enciende la esperanza de madres y familias enteras. No es un manual de educación ni de autoayuda. No hay recetas, sino maternidades vividas en circunstancias muy distintas acompañadas por la crónica del viaje que recorrieron San Agustín y Santa Mónica.
El autor me pidió un prólogo y me salió solo después de leer el libro. Me contagió su pasión por Santa Mónica, la mujer de la mirada alta, que acompañó a su hijo sin impacientarse, respetando sus tiempos, pero firme en la oración y confiada en que “es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”. Fue una mujer paciente pero no resignada, con profunda vida interior pero también intrépida, valiente y activa. Sus hijos, como los nuestros, crecieron en un mundo hostil para la fe, en una cultura tóxica, en plena caída del imperio romano y degradación de las costumbres. Además, Mónica no contaba con un matrimonio sólido en el que apoyarse sino con un marido iracundo e infiel, al que se fue ganando y suavizando poco a poco.
El título está extraído de la Escritura. Jeremías 31, 16-17:
“Deja de llorar y enjúgate las lágrimas.
Todo lo que has hecho por tus hijos te será recompensado.
Volverán de la tierra del enemigo.
Hay esperanza en su porvenir.
Tus hijos volverán al hogar.
Lo digo Yo, el Señor”.
Aquí transcribo el prólogo, para quien tenga tiempo y ganas:
En la educación de nuestros hijos, hay un momento en el que tomamos conciencia de nuestros límites y asumimos que no podemos abarcar el universo de un hijo, ni conocer su alma en toda su complejidad y profundidad. Nuestra acción es muy limitada. No solo no podemos controlarlo todo, sino que dudamos de si podemos controlar algo. Así, vamos descubriendo que no se trata tanto de controlar y dirigir como de acoger y acompañar.
Los hijos no nos pertenecen y, aunque les queremos con locura, no siempre acertamos con ellos. Las teorías educativas y la psicología pueden ser útiles pero lo que caracteriza el amor de una madre no es la perfección, la inteligencia, la capacidad de acertar y de elegir el método educativo correcto, sino la ternura y el amor desinteresado. La mansedumbre y la paciencia, siempre dispuestas a esperar y acoger. Es un amor que ensancha el corazón de modo que empiezan a caber en él amigos de nuestros hijos, sobrinos, ahijados, adultos heridos, etc. No es ingenuidad ni buenismo. Somos plenamente conscientes de la enorme complejidad de las relaciones humanas, pero también del poder sanador del amor de una madre y de la realidad de esa maternidad ampliada que el autor llama “maternidad espiritual”. El ejército de las madres orantes no solo batalla por sus propios hijos sino por cualquier niño, adolescente, joven o adulto herido en su alma de niño que el Señor quiera bendecir a través de nuestra oración de intercesión.
La oración de una madre es silenciosa, respetuosa, no es invasiva ni obsesivamente controladora, pero de una enorme eficacia. A veces inmediata y a veces lenta y fatigosa, por eso es más fácil perseverar en la oración cuando hay una comunidad que acompaña. Es, además, el mejor modo de velar por nuestra máxima aspiración como educadoras: el Cielo.
Santa Mónica se presenta como un modelo totalmente actual para las madres de hoy. Sus hijos, como los nuestros, crecieron en un mundo hostil para la fe, en una cultura tóxica, en plena caída del imperio romano y degradación de las costumbres. San Agustín creció y vivió su adolescencia en el ambiente pagano del África romana y luego se fue a estudiar a Cartago, “sartén de amores depravados”. En un ambiente intelectual donde el cristianismo era ridiculizado, ella transmitió a su hijo Agustín la pasión por la verdad y la sabiduría. Pasión que en el caso de Agustín le condujo durante años a una búsqueda intelectual desgarrada, que le llevó a sucumbir ante el esnobismo de los maniqueos, pero que desembocó finalmente en Cristo y en su Iglesia. Fue, para Agustín y para Mónica, un proceso doloroso y dilatado en el tiempo. La madre acompañó al hijo sin impacientarse, respetando sus tiempos, pero firme en la oración y confiada en que “es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”.
Como Santa Mónica, queremos transformar nuestra preocupación en oración. Y acompañar a nuestros hijos más allá de los mares. Ella fue una mujer paciente pero no resignada, con profunda vida interior pero también intrépida, valiente y activa. Una mujer de mirada altísima a quien le gustaba intervenir en las tertulias filosóficas que organizaba su hijo con sus amigos. Empleó todos sus recursos para “salvar” a su hijo: se embarcó rumbo a Roma, después de que Agustín la dejara en tierra mintiéndole. Una vez en Roma, embarcó hacia Milán porque Agustín ya había partido sin esperarle. Una vez allí, va a hablar con el obispo San Ambrosio para que oriente a su hijo. No se arredra ni se viene abajo ante los desplantes y mentiras de Agustín, que la deja en tierra una y otra vez.
El libro entero es una invitación a transformar la preocupación en oración y, solo en ocasiones, en acción. A dejar a nuestros hijos al cuidado del Señor, en brazos de la Virgen, bajo su manto. A vivir la maternidad con más serenidad. La oración de las madres no es un recurso psicológico para quitarnos presión y relajarnos. No se trata de distanciarnos de nuestros hijos y así sufrir menos, sino de gestarlos y dar a la luz de nuevo con nuestra oración. Es un modo de combatir por ellos, no de desentendernos. El autor insiste en que son tiempos difíciles y debemos batallar “codo con codo”. Nada de “prudentes distancias” sino familia con familia y grupo con grupo. Familias que abren sus puertas, sin miedo a mostrar sus fragilidades, y se hacen prójimo de otras familias.
Igual que Santa Mónica vivió finalmente su noche de Pascua, en la que San Ambrosio bautizó a Agustín y a varios de sus amigos, nosotras viviremos nuestras particulares pascuas como madres. “Cumulatius”, “Sobreabundantemente”, “Dios me lo ha dado con creces" (Confesiones IX, 10, 26), decía Santa Mónica poco antes de morir al recordar la conversión de su hijo. El Señor a veces se hace esperar, pero es magnánimo al dar y le dio “con creces” lo que le pidió durante toda una vida: un hijo santo con un designio altísimo del Cielo, que ella desconocía. San Agustín tenía un espíritu tan grande y con tal capacidad de acogida como el corazón de su madre, que gestó de nuevo a aquel niño con el dolor de su corazón. Un espíritu del que se han alimentado generaciones posteriores, un modelo para todo hombre que busca la verdad. Por algo dijo Benedicto XVI que “todos los caminos de la literatura cristiana latina llevan a Hipona”. El Señor tiene sus tiempos pero es fiel a sus promesas y magnánimo al dar. Si somos fieles a la oración por nuestros hijos, veremos cosas más grandes y bellas de las que nos atrevemos a pedir. El libro entero rezuma esperanza. Pues eso, madres, soñemos y nos quedaremos cortas porque la victoria final es de Cristo. En palabras de Agustín: “Si el mundo envejece, Cristo es siempre joven”. Y si estás unido a Cristo, “tu juventud se renovará como la del águila”.
Damos un paso más en la fe, que no es solo creer que Dios lo puede todo, sino saber que Dios lo hará. Nos asaltan las dudas, pero levantando la mirada al Cielo volvemos a dar el “salto” de fe: “Creo Señor, aumenta mi fe”.