Que una catedral católica haya sido capaz de reunir a los jerarcas y paladines más destacables del planeta, muchos de ellos -por no decir casi todos- diametralmente alejados tanto de la fe como de la moral católica, refuerza mi convicción de que la Majestad de Cristo impera sobre los principados y potestades de la tierra (por muy anticristianos que estos sean).

Que los enemigos de la Iglesia hayan tenido la necesidad de congregarse en Notre Dame para lavar su imagen pública es algo que robustece mi fe en Dios hasta límites que no conocen órbita; incluso más que si todos fuesen puros, fieles y devotos, puesto que me parece más milagroso todavía (sobre todo, en estos tiempos que corren).

Esta contradictoria mezcolanza de piedad y desafecto, de devoción y hostilidad, de cristiandad y cristianofobia le quita el velo a una verdad muy poderosa: que la fe católica -tanto para ser abrazada como atacada- goza de un rutilante protagonismo en todos los confines de la tierra, superior al de cualquier credo, religión e ideología.

Nada -ni nadie- consigue aglutinar a los hombres más poderosos de la tierra en un ambiente de tal solemnidad como el vivido recientemente en Notre Dame; y con semejante cuota de protagonismo. De hecho, lo que más me maravilla de todo es que la institución que lo consigue -la Iglesia católica- predica verdades incómodas, bastante contrarias al espíritu de los tiempos y a la legislación aprobada por las oligarquías imperantes. Este juego de contrastes tan drástico fortalece mi esperanza en Cristo y su Iglesia, porque hay algo más desesperanzador que la animadversión hacia la fe y la verdad: la más absoluta indiferencia ante ellas.

Este movedizo juego de contrastes -entre filias y fobias- me retrotrae a tiempos bíblicos, para reafirmarme en la convicción de que pocas cosas han cambiado con respecto a la época de Jesucristo: ayer y hoy, antaño y hogaño, Cristo es masivamente adorado y perseguido, con un protagonismo hegemónico tanto para su adoración como para su persecución.

Como dice el refrán, somos los mismos lobos, pero con distintos collares; algo que, también, contribuye a robustecer mi fe hasta límites exorbitantes, dado que me parece imposible que se cumplan con tanta exactitud, durante más de dos mil años de historia, estos dos fenómenos: por un lado, el trato tan contradictorio -por no decir esquizofrénico- que le damos a Cristo; por otro, la radiografía tan impecable que hace el Nuevo Testamento de la psicología humana. El hecho de que ambas cosas continúen cumpliéndose desde hace dos milenios es lo que más me sorprende de todo.

Volviendo la mirada a la inauguración de Notre Dame, he de decir que, por mucho que intenten sustraer a esta catedral algunos ápices de su solemnidad gótica, ahí, sigue en pie, conservando su nimbo gótico y celestial, erguida y majestuosa, ciñendo sobre ‘la France’ una corona, y con Dios alojado en su seno.

Por muchas horteradas que hayan sido proyectadas sobre su fachada durante el acto de apertura, la faz de Nuestra Señora de París permanece hermosa y radiante, intacta y luminosa.

Por muchos encajes de bolillos que haya hecho el diseñador de las casullas para ser católico y estar en la pomada al mismo tiempo, la pureza del blanco vence e impera, y una misa solemne le ha colocado un trono a Cristo en París, ante la mirada atenta de mandatarios internacionales de todos los colores.

Multimillonarios ateos, líderes protestantes, príncipes anglicanos y lobos progresistas con piel de cordero allí estaban, con la mirada arriba y no abajo, elevando alguna plegaria a ese Dios al que, en el fondo, tanto necesitan; por mucho que algunos se quieran engañar; por muy heterodoxos que sean; e incluso aunque los haya que quieran llevar lo ocurrido a su terreno, a base de interpretarlo como una victoria del sincretismo religioso…

Es cierto que no tenemos que caer en la ingenuidad y obviar que existe un dominio del mundo por parte de las fuerzas del mal, tal y como nos previene San Pablo en su carta a los Efesios; en cuya epístola nos advierte de los “principados y potestades”, de “los dominadores de ese mundo tenebroso”, de “los espíritus malignos que están por las regiones aéreas” (cf. Ef 6, 12).

Sin embargo, a pesar de “los dominadores de ese mundo tenebroso”, hemos de tener presente que “ha vencido el león de la tribu de Judá” (Ap 5, 5), es decir, el Señor resucitado; a lo que cabe añadir el consabido Christus Vincit! Christus Regnat! Christus Imperat!, algo que nos recuerda que Cristo vence, reina e impera, por mucha cuota de poder que detente el maligno. Como decía San Juan Pablo II en aquel vívido discurso, “el amor vence siempre, Dios siempre puede más”. La sonora -además de luminosa- repercusión que ha tenido la inauguración Notre Dame es un ejemplo fidedigno de ello.

Frente a esta paradoja, en la que existe, por un lado, una dominación del mal y, por otro, la hegemonía del bien sobre semejante dominio, se me ocurre un ejemplo que contribuye a que comprendamos un poco mejor esta disyuntiva; se cuenta que al padre Surin, mientras hacía un exorcismo, los demonios le dijeron: "Lo conseguimos todo.¡Únicamente no logramos vencer a esa perra de la buena voluntad!".

De esto, extraigo la conclusión de que por muchas batallas que hayan ganado “los dominadores de ese mundo tenebroso”, la guerra final la tiene ganada María Virgen y Madre, Reina de la paz.

Si Dios me hubiese concedido el don de la pintura (talento que, a juicio de lo mal que dibujo, es evidente que no me ha sido otorgado), reflejaría esta paradoja de la siguiente manera: mostraría unas nubes negras, fúnebres, mortecinas, tenebrosas, luctuosas, a la par que tormentosas, pero en las que se transluzca una luz vivificante, alegre y esperanzadora, la cual sólo pudiese ser vista con claridad por aquellos que observasen la pintura de cerca, con paciencia y en silencio contemplativo.

En otro cuadro que dibujaría (si Dios me hubiese tocado con el don de los artistas), haría colgar del cielo las mismas nubes sombrías, pero perforadas por un pequeño orificio, a través del cual se cuele un rayo de luz cegador e inmaculado, como un fino -pero omnipotente- destello en mitad de las tinieblas…