Actualmente el acceso a internet nos permite tener, prácticamente, el mundo al alcance de la mano. Mas las indudables ventajas de esto se están viendo eclipsadas por graves peligros, no menos evidentes. Y es que, como es bien sabido, por internet navega una enorme cantidad de contenido pornográfico cuyo consumo produce, entre otras consecuencias negativas: disfunción, depresión, distracción constante, desinterés por actividades cotidianas, cosificación (especialmente de la mujer) y una distorsión de la sexualidad que muchas veces se materializa en conductas agresivas. Esto último no es de extrañar, ya que el 75% de dichos vídeos muestran alguna forma de agresión.
Asimismo, la pornografía provoca una adicción equiparable a la de las drogas, por lo que es común que, con el tiempo, el usuario desarrolle tolerancia; lo cual le lleva tanto a aumentar su consumo como a buscar material de índole más perverso y violento, a fin de conseguir el mismo efecto.
A pesar de estos alarmantes datos, el consumo de pornografía ha ido en aumento. Cada vez son más personas afectadas y, además, a edades más tempranas. De acuerdo con el estudio realizado en el 2020 por la organización Save the Children, el 70% de los adolescentes ha visto, al menos una vez en su vida, pornografía. Además, se calcula que la edad promedio del primer acceso a un vídeo pornográfico es de 11 años. Por si estos datos no fuesen lo suficientemente aterradores, se calcula que el 44% de los menores que tienen relaciones íntimas reproducen algunas de las prácticas vistas en vídeos pornográficos.
Los datos anteriores son tan alarmantes que deberían llevarnos a buscar poner fin, por todos los medios disponibles, no sólo a la promoción sino a la divulgación de todo tipo de material pornográfico. Desafortunadamente, esto es ampliamente rechazado en una sociedad que antepone la autonomía individual sobre la moral objetiva; a tal grado que, actualmente, cada vez más voces conservadoras se están sumando a la peligrosísima corriente de, si bien rechazar el contenido pornográfico para menores, excusarlo para los adultos en nombre de la tan cacareada libertad personal.
Hoy en día, varios medios “conservadores” defienden el consumo de pornografía para los adultos. De hecho, hace un par de semanas, dos iconos del conservadurismo de habla inglesa, Dennis Prager y Jordan Peterson, asombraron a más de uno al condonar el uso de la pornografía en adultos. Mientras Peterson mantuvo una infortunada posición neutral, contentándose con asegurar que, desde el punto de vista clínico, la pornografía se convierte en un problema sólo si afecta las relaciones personales, Prager fue más lejos al afirmar que la pornografía en sí misma no es mala entre solteros y que aun dentro del matrimonio se debe determinar si el uso de la pornografía es auxiliar (cuando está además del cónyuge) o sustitutivo (cuando está en lugar del cónyuge). Prager, haciendo alarde un sentido moral conservadoramente relativista, afirmó que los hombres quieren variedad y que en ocasiones, la pornografía puede ser un sustituto del adulterio. Vamos, que, en otras palabras, tendríamos que agradecer a la pornografía que el esposo “no cometa adulterio físico”. La vara moral en nuestra sociedad no puede caer más bajo.
Y es que, desde la revolución sexual, nuestra sociedad fue desligando la sexualidad de la procreación y de la sagrada institución matrimonial. Con ello, poco a poco se infiltró en nuestra sociedad una mentalidad hedonista que privilegia el placer sobre el sacrificio, la generosidad y la entrega amorosa, creando un ambiente en el cual se promueve la lujuria de todo tipo, siempre y cuando, sea consentida.
Al derrumbar uno a uno los muros de contención moral que no sólo protegían sino que elevaban al conjunto de la sociedad, el Estado ha tratado, a través de leyes a cual más absurda (como la ley de libertad sexual del solo sí es sí) de regular los bajos instintos; los cuales, por otro lado, fomenta (por varios medios, comenzando por las instituciones educativas) ocultando, también con leyes (como la del aborto), las consecuencias de haber soltado a la bestia que todo hombre, debido a su naturaleza caída, lleva dentro.
La corrupción moral de nuestra sociedad es tal que aun muchos de quienes nos escandalizamos ante el extendido consumo de la pornografía nos hemos habituado a espectáculos sumamente sensuales, impúdicos y obscenos; ignorando que, aun cuando aparentemente no son nocivos para nuestro cuerpo, hieren gravemente, y en ocasiones mortalmente, el alma. Y es que si hace décadas comprar cierto tipo de revistas se consideraba como lo que es, algo tan vergonzoso que no muchos varones presumían abiertamente de hacerlo, actualmente las series, las canciones, los libros, las películas y hasta los escaparates comerciales con un alto contenido sexual son tan comunes que parecería que la pornografía ha pasado de la pantalla a la calle y a no pocos hogares.
Desafortunadamente, en nombre de la libertad, de la apertura de mente, de los usos y las costumbres, las modas, los espectáculos y los entretenimientos inmorales se han introducido en muchos de nuestros hogares. A los padres nos han intimidado a través de los constantes y cada vez más violentos bombardeos de impudicia y a nuestros hijos los han seducido con incesantes novedades. Actualmente, la mayoría de la sociedad rechaza la ley natural y la moral objetiva. Por ello acepta como bueno lo que la voluntad o deseo de la mayoría define como tal. Hemos perdido de vista que lo malo sigue siendo malo aunque la gran mayoría lo haga y lo permita la ley, y lo bueno es bueno aunque la mayoría lo rechace. No olvidemos que en Sodoma y Gomorra lo “normal” era la depravación.
La adicción a la pornografía se ha convertido en una peligrosísima plaga que está arruinando la vida de millones de personas y que lejos de desaparecer, cobra cada día nuevas víctimas. Nuestra sociedad, en nombre de la autonomía y la libertad se ha hecho esclava de sus peores instintos, olvidando que sólo es libre el hombre capaz de gobernar sus pasiones. La inmundicia en la cual estamos sumergidos pide a gritos la recuperación de la actualmente tan vilipendiada virtud de la pureza. No podemos acabar con toda la inmundicia del mundo, pero podemos empezar por limpiar nuestra casa. La batalla contra la impureza, en un mundo donde impera la impudicia, puede parecer una batalla perdida de antemano. Mas sabemos que, a nosotros sólo nos corresponde luchar. La victoria es de Cristo.