Hoy me he dado una vuelta por el pasado, por los orígenes, para cumplir con la visita anual a una familia feliz alejada del materialismo, las compras y el ajetreo de nuestros días. Y al hacerlo, he vuelto a recobrar aquel genuino sentido, a revivir el auténtico espíritu navideño, ese que huye del "¡Felices fiestas!" o de la festividad invernal de un almanaque cuya última hoja está a punto de ser arrancada y, con ella, llevarse todo lo que significaron trescientos sesenta y cinco días previos.
Y en ese sempiterno recuerdo que siempre sobrevuela mi pensamiento por estas fechas, me he acordado de Chesterton, su ensayo histórico El hombre eterno sobre la humanidad, Cristo y el cristianismo y el poder que, por ejemplo, el término "Belén" lleva ejerciendo en nosotros desde hace más de dos mil años.
Para el escritor británico, la Navidad hace que indudablemente sintamos "algo que nos sorprende desde atrás, de la parte oculta e íntima de nuestro ser, un momentáneo debilitamiento que, de una forma extraña, se convierte en fortalecimiento y descanso". Y en esa descripción aparentemente referida a elementos antagónicos, debilidad y fortaleza, hallamos el poder narrativo de mano de, como el de aquel nacimiento, la paradoja. Ahí, Chesterton fue maestro de maestros.
De hecho, una de sus citas más conocidas alude a un deliberado y premeditado contraste cuando afirma que "la Navidad se construye sobre una hermosa paradoja llena de intencionalidad: que el nacimiento de alguien sin casa para nacer se celebre en todos y cada uno de los hogares". Razón no le faltaba al polifacético escritor británico, como bien podemos contemplar en nuestra cruda realidad.
Triste y paradójicamente, sufrimos un progresivo proceso atrófico respecto a la grandeza de hechos como el acontecido en un humilde pesebre durante aquel alumbramiento. Es decir, el paso del tiempo, de decenas de siglos, no nos ha servido para, como individuos, transformarnos en algo objetivamente mejor. La involución es latente, sin la imperiosa necesidad de su manifestación o exteriorización. Por desgracia, existen demasiados detractores, distracciones o argumentos que insistentemente pujan por convertirse en arietes de la tradición y acervo cultural de los que pretenden defender su particular blocao espiritual sin la cobertura de virtudes y valores de antaño. Complejos y tibieza han desequilibrado la balanza de manera diabólica gracias al masivo ataque de numerosas muestras encaminadas a causar estragos con una adulterada versión actual de relaciones interpersonales caracterizadas por la perversa presencia de pragmatismo y superficialidad, fracción y discordia, desafecto y desapego, pesimismo y desesperanza.
Y es el sentido tradicional y religioso de la Navidad, la razón de venir al mundo en Nochebuena, lo que debería retirar la venda de esos ojos actuales cegados por las múltiples y variadas lacras que nos impiden contemplar la realidad de nuestro entorno.
Hoy, en este tenebroso mundo, un sumiso y estigmatizado Occidente a duras penas es capaz de ofrecer una raquítica resistencia frente a un presente lleno de estériles postulados, síntomas de ruptura, decisiones irracionales y el descrédito hacia sentimientos como el de la pureza de un espíritu navideño de paz y amor que proporciona la luz de una vida, la del recién nacido. Hoy, entre tantas tinieblas de exclusión, carestía, penurias, restricciones y privaciones, ¿qué más se puede pedir de la rememoración de aquel nacimiento?
Si en la primera Navidad, la figura de Herodes se erigió en la sublime representación del Mal con la matanza de tantos inocentes, los disfraces de aquel rey abundan siglos después y, por complejo que pudiera resultar en este mundo de antagonismos, sólo la alianza con la alegría, la humildad y la gratitud por ser hijos de Dios puede conducirnos a la victoria para, al menos, disfrutar de esta Santa Navidad en igualdad de condiciones sin temor a la derrota y el silencio de las catacumbas.