Un querido amigo me cuenta que en sueños se le aparece su compadre, fallecido hace un par de años en circunstancias trágicas. En estos sueños, a veces su compadre (o la imagen soñada del mismo) hace afirmaciones muy hondas que mi amigo no sabe si tomar en consideración. Y, entre bromas y veras, me solicita un dictamen sobre estas visiones soñadas de su compadre. Se trata de una cuestión muy interpeladora, pues en mis sueños también se me aparecen personas difuntas muy queridas, en especial mi abuelo, con quien mantengo largos coloquios de los que luego, al despertar, sólo recuerdo fragmentos deshilachados, aunque muy reveladores.
Homero, en La Odisea, distingue entre sueños ‘falsos’ y ‘verdaderos’ en aquel célebre pasaje en que Penélope percibe las dos puertas del sueño: una de marfil, de donde brotan los sueños falaces; otra de cuerno, de donde emanan los sueños veraces o premonitorios. Y Cicerón, en su tratadillo sobre la adivinación, establece una clasificación tripartita de las fuentes del sueño (los hombres, los espíritus inmortales y los dioses) que reconoce la existencia de sueños inspirados sobrenaturalmente.
La tradición cristiana nunca negará esta inspiración sobrenatural de los sueños, o de ciertos sueños; a veces inspirados por el mismísimo Dios, a veces por espíritus (angélicos o diabólicos). En el Antiguo Testamento, se sueña desde luego mucho más que en el Nuevo (Jacob, los faraones egipcios, Nabucodonosor, etcétera); pero el Nuevo también contiene sueños dilucidadores: San José, por ejemplo, no repudia a la Virgen después de que un ángel le aclare en sueños la naturaleza de su embarazo; y los Magos de Oriente reciben en sueños la encomienda de escaquearse de Herodes. Por lo demás, algunos de los episodios más importantes de la propagación del cristianismo se fundan en un sueño, como la victoria de Constantino contra Majencio en el puente Milvio.
Pero esta confianza en los sueños como vehículo de comunicación sobrenatural, que fue constante en la tradición cristiana, se marchita y malogra por contaminación del racionalismo y el cientifismo que se vuelven hegemónicos a partir del siglo XIX. En su afán por vaciar la fe de contenido, el pensamiento racionalista brindó falsas soluciones materialistas a todos los asuntos de índole espiritual; y, como reacción morbosa, se produjo una efervescencia de espiritistas, nigromantes, adivinos y otras faunas limítrofes que trataban de embaucar con sus supercherías a las gentes más crédulas. Y aquí la tradición cristiana, que siempre había prestado atención a los sueños como vehículos de comunicación sobrenatural, se retrajo y aceptó el método científico como única forma de conocimiento, en su esfuerzo por distanciarse de las escuelas ocultistas. De este modo, el mundo cristiano aceptó de forma insensata –para agostamiento de su vida espiritual– que los sueños eran tan sólo proyecciones distorsionadas de pulsiones, complejos o instintos reprimidos, hasta abrazar de forma suicida las interpretaciones freudianas, que ‘descifran’ los sueños como si fuesen jeroglíficos guarros.
El escritor Robert Hugh Benson sabía que, cuando al creyente se le niega la posibilidad de interpretar espiritualmente realidades tan cotidianas de nuestra vida como los sueños, termina por dejar de creer en las realidades espirituales. «Todo lo que nos rodea –escribiría– es un mundo espiritual comparado con el cual la generación presente es como una familia de hormigas en medio de Londres… Prácticamente no sabemos nada de él, excepto aquellos pocos principios que llamamos la fe católica, nada más». Basándose en estos principios, Benson probó a explorar en una serie de magistrales relatos de misterio –publicados en España con el título de Historias sobrenaturales– este gigantesco mundo espiritual, en los que mostraba que el mundo está envuelto en corrientes espirituales casi siempre inaccesibles para los sentidos, mas no por ello menos reales y omnipresentes. Benson estaba muy interesado, por ejemplo, en explicar que, si bien el dogma católico nos enseña que los muertos no vuelven convertidos en espectros para comunicarse con los vivos, la comunicación espiritual con las almas de los muertos sí es plenamente posible: a través de la oración, sin ir más lejos; pero también a través de los sueños (aunque, desde luego, la práctica de la oración favorece que la comunicación a través de los sueños no sufra contaminaciones preternaturales). De este modo, mi amigo podrá seguir manteniendo jugosos coloquios con su compadre, como yo los mantengo con mi abuelo. ¡Felices sueños para las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan!
Publicado en XL Semanal.