El pasado día 2 se han cumplido los primeros cinco años de la muerte del queridísimo y recordado Papa, «venido de lejos», Juan Pablo II. Hoy mismo, la Universidad Católica de Murcia inicia un Congreso Mundial sobre esta figura gigantesca. El congreso quiere ser, al mismo tiempo, homenaje debido, muestra de reconocimiento y resumen del pensamiento y de la obra ingente de su prolongado pontificado. Si amplio fue el tiempo de aquel papado inolvidable, más amplia y grande fue, sin duda, su entrega, sin desmayo ni reserva alguna, al servicio de la Iglesia y de la Humanidad entera. De todos, pues, merece este homenaje, que debería conducir a seguir aprendiendo de él. Fue un «Pastor conforme al corazón de Dios», que Él mismo suscitó «para llevar a la Iglesia al Tercer Milenio del cristianismo».

Vivimos momentos delicados en el camino de la Humanidad, se está alumbrando una nueva época de difícil previsión. Necesitamos el testimonio y la luz que nos dejó Juan Pablo II, «el Magno». Juan Pablo II no escatimó esfuerzo alguno, incluso en la debilidad y escasez de sus fuerzas físicas, para trabajar por la paz y la unidad entre los pueblos de la Tierra. El ejemplo de sus meses últimos, en los que no se ahorró ningún dolor ni sacrificio y lo vimos con fuerzas debilitadas y frágil, fue un signo, uno de los más elocuentes y diáfanos de su pontificado, de lo que fueron los cinco lustros como sucesor de Pedro, «gastándose y desgastándose», entregado a la causa del Evangelio.

Su gran pasión, como la de Dios tal y como se manifiesta en Jesús, fue el hombre. Él mismo, en el comienzo de su pontificado, definió al hombre como «camino de la Iglesia». La raíz de todo su actuar no fue otra que la fe en Dios, «palpable», en su Hijo Jesucristo, que infunde siempre esperanza en los hombres de buena voluntad, que le escuchan y siguen sin prejuicios. «Hombre de fe y de esperanza», dio testimonio de que la esperanza centrada en Cristo es la verdad de nuestro mundo. Así lo señaló él mismo en su visita a la ONU en 1995: «Como cristiano, mi esperanza y confianza se centran en Jesucristo, quien para nosotros es Dios hecho hombre y forma parte por ello de la historia de la Humanidad. A causa de la radiante humanidad de Jesucristo, nada hay genuinamente humano que no afecte a los corazones de los cristianos. La fe en Cristo no nos aboca a la intolerancia. Por el contrario, nos obliga a inducir a los demás a un diálogo respetuoso. El amor a Cristo no nos distrae de interesarnos por los demás, sino que nos invita a responsabilizarnos de ellos, a no excluir a nadie». Por eso, desde el inicio de su ministerio papal, pudo decir a la humanidad entera: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!  ¡Abrid las puertas a Cristo, abridlas al Redentor del hombre. Sólo Él sabe lo que hay en el corazón del hombre!». Todo su pontificado es como una invitación a este abrir toda realidad humana –la familia, la política, la cultura–, a Jesucristo, a quien «nadie tiene derecho a expulsar de la historia de los hombres», porque Él, «Camino, Verdad y Vida», tiene que ver con todo hombre y con todo lo que le afecta. Nada humano le es ajeno. En Él está la esperanza. En Él tenemos la escuela para hallar el verdadero, el pleno, el profundo significado de palabras como «paz, amor, justicia». «¡Solo Él sabe lo que hay en el corazón del hombre»!

Por ello, el mismo Juan Pablo II diría, en su penúltimo viaje a España: «Es por ello inaceptable, como contrario al Evangelio, la pretensión de reducir la religión al ámbito de lo estrictamente privado, olvidando la dimensión esencialmente pública y social de la persona humana. ¡Salid, pues, a la calle, vivid vuestra fe con alegría, aportad a los hombres la salvación de Cristo, que debe penetrar en la familia, en la escuela, en la cultura y en la vida política!». Fue un Papa abierto al futuro, lleno de esperanza, alentador de esperanza. Su fe le llevaba a una gran esperanza para la humanidad. Es bueno recordar sus palabras ante las Naciones Unidas, en momentos de temor para el mundo: «Con vistas a asegurarnos de que el nuevo milenio sea testigo de un nuevo florecer del espíritu humano, en el que mediará una auténtica cultura de la libertad, hombres y mujeres deben aprender a conquistar –o vencer– el temor. Debemos aprender a no tener miedo, debemos redescubrir un espíritu de esperanza y un espíritu de confianza. La esperanza no es el optimismo vacío que surge de la ingenua confianza en que el futuro ha de ser necesariamente mejor que el pasado. La esperanza y la confianza son las premisas de una actividad responsable y se cultivan en ese santuario íntimo de la conciencia en el que ‘el hombre se halla a solas con Dios’ y percibe, por tanto, que no está solo en medio de los enigmas de la existencia, pues está rodeado por el amor del Creador»: Él que se nos ha manifestado en Cristo. Porque fue un hombre de fe y no tuvo miedo, porque fue un testigo de esperanza, porque anunció y dio a conocer, con obras y palabras, al que es la Raíz de nuestra esperanza, Cristo, por eso los jóvenes, esperanza de la humanidad y «centinelas del mañana», le siguieron, encontraron y encuentran todavía en él un hombre que los quería, los tomaba en serio y los alentaba en la vida.

* El cardenal Antonio Cañizares es prefecto de para el Culto Divino y de los Sacramentos.

*Publicado en el diario