En contra de lo afirmado por cierta campaña televisiva, no todo es Navidad. También es cierto que, llegadas estas calendas, a los católicos, curados ya de espantos, tras ver y oír casi a diario lo que nunca hubiéramos querido oír ni ver, casi todo nos sabe a Navidad. Peor lo pasaban los cristianos bajo el dominio islamita en los tiempos de la supuesta convivencia andalusí, y sabían celebrar con tal alegría la Navidad que no eran pocos los mahometanos que se sumaban a ella para disgusto de ulemas y alfaquíes, rígidos intérpretes de los mandatos coránicos según la escuela malikí, la oficial en al-Andalus, la más estricta en las normas segregacionistas aplicables a los dimmíes.
Como dimmíes, como mozárabes atrapados en aquella espesa red, empezamos a sentirnos nosotros, y nos entristece lo mismo un escaparate obsceno que pretende ser blasfemia transgresora y ni a guarrería llega, que el aprovechamiento de la iluminación navideña de algunas ciudades para lanzar nada subliminales mensajes anticristianos. Pero también nos consuela ver cómo florecen aquí y allá muestras exquisitas de la piedad popular de quienes no olvidan quiénes fueron sus padres ni qué son ellos. Hablo, por ejemplo, del modesto pero hermoso nacimiento aparecido en el momento más oportuno en la cafetería de mi muy laica Facultad por iniciativa de su personal...
Y hablo igualmente de lo que tuvo lugar en Sevilla la tarde del 16 de diciembre, casi en el umbral de la festividad de la Virgen de la Esperanza que los españoles, allá por el siglo VII, fuimos los primeros en celebrar al comienzo de la Octava de Navidad. Natalia Sanmartín, autora de El despertar de la señorita Prim, para muchos una de las mejores novelas católicas de este siglo que hollamos, presentó en Sevilla su segundo libro, Un cuento de Navidad para Le Barroux.
El acto, que contempla también un coloquio con la autora, se anuncia en su conjunto bajo el título de Hacia el re-nacimiento de la Navidad, y parece querer conectar con esa nueva, aunque muy antigua, forma de vivir la Navidad que implica poner por delante su sentido hondamente redentor y, en su centro, al Niño Dios que, tan a menudo y en el mejor de los casos, no pasa de ser un mero adorno más de casas y comercios. Porque vivir la Navidad es tener presente el cumpleaños de ese Niño que, no lo olvidemos, no es el tuyo ni el mío.
Publicado en Diario de Sevilla.