La ley húngara de Protección de la Infancia ha pulverizado todos los registros de estruendo mediático y de enfrentamiento político entre Viktor Orbán y la Unión Europea. La polémica ha levantado una polvareda que parece apuntar en una sola dirección: Orbán ha cruzado el Rubicón y Hungría merece ser expulsada de la Unión por no respetar sus ‘valores comunes’. No obstante, ahora que la polémica amaina, conviene analizar la situación con más temple que pasión y preguntarse quién de los dos ha cruzado líneas rojas y ha pisoteado principios cardinales actuando con mesianismo y precipitación.
Empecemos por las competencias. Según el artículo 5 del Tratado, la UE no puede inmiscuirse en competencias nacionales y el contenido de la educación (art. 165) es precisamente una de ellas. ¿Qué hacían pues 17 jefes de Estado y de Gobierno debatiendo sobre una ley húngara y amenazando al país con expulsarle a sabiendas de que el Tratado no lo permite? Parece que el Consejo Europeo ha sentado doctrina añadiendo a la (tan antigua como cuestionada) primacía del derecho europeo la primacía de los ‘valores europeos’ sobre una ley nacional sin importar si es una competencia europea o no. Hasta ahora, ningún gobierno conservador ha cuestionado la eutanasia de menores en Bélgica, la prohibición de informar sobre alternativas al aborto en Francia... o la ‘autodeterminación de género’ en España. ¿Por qué otros se saltan con temeridad esta regla de sentido común? Cuidémonos pues de utilizar los ‘valores comunes’ cómo coartada para actuar à la carte porque esto tiene un nombre: arbitrariedad.
Asimismo llama la atención que los predicadores de la diversidad sean los que menos la practican. Diversidad significa ante todo pluralismo. La UE se compone de 27 tradiciones distintas y percepciones a veces antagónicas. ¿Por qué decretar de repente que una visión determinada, y sólo esa, corresponde a estos ‘valores comunes’, máxime cuando hablamos de un tema tan delicado y complejo como la educación sexual de los menores y los derechos de los padres?
Finalmente, sorprende el modo de actuar de los 17 jefes de Gobierno. Su enfoque estrictamente moral y categórico, su alergia a la discrepancia, el juicio sumario al que han sometido a Hungría y la intención deliberada de que «se arrodille» (dixit el neerlandés Mark Rutte) recuerdan demasiado el modus operandi de la ‘cancel culture’ que asola al mundo occidental. No pretenden criticar a Hungría, quieren anularla, y de paso a los millones de ciudadanos que comparten la visión de Orbán en todo el continente.
Después de la polvareda queda una pregunta descorazonadora: ¿sigue siendo la UE una comunidad en la que caben todos? ¿O se ha convertido en un club exclusivamente progresista? Me temo que, a estas alturas, la respuesta ya no admita dudas.
Publicado en ABC.
Rodrigo Ballester dirige el Centro de Estudios Europeos del Mathias Corvinus Collegium en Budapest (Hungría).