Cuando nos encontramos ante un camino que no sabemos a dónde conduce, inmediatamente nos preguntamos: y este camino ¿a dónde va?
Llegados a este mundo y ya con suficiente consciencia, de una u otra manera, nos preguntamos: ¿y esto a dónde va?, ¿esto a dónde conduce?, ¿esta vida qué sentido tiene? Desde la experiencia que nos ofrece cada día la vida y sin más reflexión, contestamos: a la muerte.
Pero nadie se propone la muerte como meta a alcanzar, nadie queda conforme con ese final. Más bien se acepta como un accidente inexorable, pero no deseado. La verdad es que la meta deseada de todo hombre no es la muerte, sino la felicidad. Y en ese deseo irrenunciable de alcanzarla, corremos cada día hacia metas en las que consideramos poderla alcanzar. Pero con frecuencia nos equivocamos.
Una grave confusión
El placer se confunde con la felicidad.
"El placer puede conseguirse en un acto, en una sensación agradable o goce fugaz. La felicidad, en cambio, designa un estado de satisfacción. La fugacidad es inconciliable con la felicidad. Un bien parcial es objeto suficiente para engendrar placer, como es un banquete. Para engendrar la felicidad, es necesario un objeto de mayor plenitud, un bien total capaz de satisfacer al hombre. Sería absurdo decir que un banquete nos hace felices. El placer es una sensación agradable o un gozo que se puede dar en cualquier facultad, incluso en las que no son características del hombre. La comida que llena y satisface el estómago engendra placer. Para la felicidad es preciso satisfacer las facultades características de la naturaleza humana, las facultades espirituales. La felicidad anida en los centros fundamentos del ser humano. Pensemos cómo una persona puede estar saturada de placeres y, sin embargo, ser una desgraciada, privada de felicidad. Por el contrario, hay personas cargadas con la cruz del dolor, pero felices". Ética, Gregorio Rodríguez de Yurre.
El hombre, por su tendencia natural, se siente inclinado a buscar la felicidad, el fin trascendente; pero, con frecuencia, confunde el camino y toma el del placer. Como es obvio, por un camino equivocado y divergente no se llega nunca a la meta deseada.
Metas equivocadas
La riqueza
Muchos, en busca de la felicidad, toman el camino de la riqueza y pasan toda la vida intentando conseguirla. En ella esperan encontrar la felicidad. Es la meta de su vida. Pero las riquezas no dan la felicidad.
Por supuesto que necesitamos y estamos obligados a conseguir cuanto es necesario para vivir y desarrollar una vida humana. Pero con las riquezas no se consigue el amor, ni se evita la enfermedad, ni se retrasa el correr de los años, ni tantas y tantas otras cosas esenciales. Es más, ¿cuánto se necesita para sentirse rico? Los ricos no suelen sentirse nunca ricos (al menos no para sentirse felices), de aquí que siempre aspiren a más y no descansan en el intento. Pueden hasta hacerse tacaños y vivir miserablemente.
Pero la riqueza en sí no es mala. Si llega como consecuencia de un trabajo digno u otro camino aceptable, si no se pone en ella el corazón y se administra pensando en los demás, es un bien, no cabe duda. Lo que no se puede es convertirla en fin de trayecto, en objetivo supremo. La riqueza por la riqueza es un triste engaño.
El poder y la gloria
También hay quienes sueñan con escalar altos puestos, obtener poder y recibir parabienes. Les obsesionan los aplausos. No caen en la cuenta que el poder suele desatar envidias y seguidamente rechazo. Los puestos altos dan vértigo; en las alturas, como dicen, se va la cabeza. Con ellos no se consiguen amistades, sino aduladores y aprovechados que se “arriman” y, como digo, envidias y rechazo. En las alturas hace frío, no hay amor ni se consigue amor. Los aplausos son “un poco de aire herido entre dos palmas” y en ellos, mucha hipocresía. Si alguien cree encontrar ahí la felicidad, es un ingenuo. Y téngase en cuenta que cuanto más alto se sube, más hondo se baja. Como fin último es pura ilusión.
Pero el poder que no se busca por el placer de mandar ni cosechar parabienes y aplausos, sino que se acepta, y aun se busca, por el bien de los semejantes y con respeto a la dignidad de los mandados, es un bien y una necesidad social.
El sexo
El sexo como divertimento y meta de felicidad se ha convertido en una obsesión para esta sociedad. Desde la autoridad al pueblo.
Se ha comentado que la Iglesia no hablaba más que de sexo. Pero, comparado con lo que actualmente hacen las autoridades civiles y se vive en la sociedad, es menos que una gota en el Pacífico. Y la Iglesia lo hacía con prudencia, moderación y dignidad; solo con el fin de encauzar ese fuerte impulso natural y conseguir los objetivos que marca la racionalidad. Nuestras autoridades hablan de sexo, desde a los niños de la más temprana edad, hasta a los ancianos. Con reiteración en el tiempo y el uso y abuso de todos los medios de comunicación. Desde los anuncios en las calles, al metro; desde los periódicos, la radio y la televisión, el cine y el teatro, al móvil y el “internet”; desde simples charlas, hasta conferencias de mayor o menor altura. Dirán que es una materia que exige una amplia formación; pues es preciso que se pueda proceder con omnímoda libertad, sin consecuencias no deseadas y con la mayor gratificación posible.
Sí, ya se que vivimos en una sociedad en la que hay máxima libertad sexual y de elección de género (fluidez sexual y fluidez de género); estamos inmersos en la ideología de género y la educación que se deriva, Pero, en uso de mi libertad y con ideas diferentes, tengo que decir que no estoy de acuerdo con esa línea de educación. Es más, "el estado democrático no puede reducir la propuesta educativa a pensamiento único, menos aún en materia tan delicada" (Alberto Frigerio). La misma Constitución española así lo exige en el Art. 27.3. Pero hoy no estamos en este tema.
Convertir el sexo en un tabú es negativo y hay que evitarlo, pero banalizarlo y reducirlo a pura satisfacción biológica, como hoy con frecuencia ocurre, es un desastre personal y social.
Pobre sociedad, si piensa conseguir de esta manera la felicidad. Qué fácil sería ser felices, si fuera verdad. Los resultados de la equivocación los estamos palpando: sequía de natalidad, niños obsesionados, jóvenes desmadrados, matrimonios rotos, hijos sin padres, mujeres asesinadas y un “etcétera” muy largo.
El sexo sin amor y fuera de lugar da poco de sí, termina en vaciamiento de la persona, en el hastío; socialmente en los frutos indicados. Pero nadie que piense con recta razón y sentido ponderado de las cosas podrá negar que el sexo es algo importante, muy importante, y en sí bueno. Es un impulso natural puesto por Dios; expresión del amor conyugal y medio que lo fortalece; modo natural de la procreación y formación de la familia. Pero en la situación del matrimonio, en su tiempo y su lugar. Siempre por amor y con amor, con la gratificación material y espiritual que el Creador ha querido.
Otras metas
Hay otros fines que son normales en el camino: el matrimonio, la familia, la profesión y otros muchos.
Deben aprovecharse como situaciones de apoyo para proseguir la andadura de la vida. Pues son realidades naturales que pueden resultar oasis en el camino, remansos de paz, fuentes de ilusión y reparación de fuerzas. Ahora bien, si alguno los convirtiera en fin último y supremo, se equivocaría; tarde o temprano, más bien pronto que tarde, harán sentir que dejan muchos hilos sueltos en la razón y, sobre todo, en el corazón. El fin último debe estar siempre presente y dar sentido a todo cuanto vayamos haciendo en la vida.
La ciencia
Entre estos fines, pero hoy con una fuerte singularidad, podemos hablar de la ciencia, pues parece ser que, dado su avance y su efectividad, algunos científicos la han convertido en último y supremo fin de su existencia.
Con referencia a ella, decía en 2015 en mi libro La ideología de género y la crisis de Occidente: "Los profesionales de la ciencia (los científicos) por su parte, para acallar el eco [……] y aun la angustia que les proporciona la oscuridad sobre los interrogantes esenciales de la vida, se engolfan en la carrera de un avanzar más y más en sus conquistas científico-técnicas. Dice el periodista italiano Mattia Feltri, que se define como «(casi) ateo»: «No es el mundo que querríamos, pero es el mundo que inevitablemente hemos construido impulsados por la única fuerza que aguanta la comparación con Dios: la fuerza de ir hacia delante simplemente porque tenemos miedo a morir. Y si el consuelo no viene de la esperanza del premio eterno, viene de la desesperación de construir otro metro de camino con la ilusión de que éste nos lleve a alguna parte». Dan la impresión de haberse subido a un tren de alta velocidad sin frenos ni estación término, y buscar el sentido (de su vida) en ese avanzar en velocidad frenética".
Pero se equivocan.
La masa y los científicos (cada uno con sus fines convertidos en un absoluto) necesitan saltar esas barreras (en las que están encerrados) para pasar a campo abierto y encontrar camino que los lleve al fin deseado.
Desde la percepción
Quien tome el pulso a esta sociedad, enseguida caerá en la cuenta de su desorientación en el caminar y su vacío en el vivir. Estamos en una sociedad con los ojos puestos en la tierra, cerrada a la trascendencia; y, este modo de vivir, no es un vivir humano. Lo sienten y expresan desde las mejores cabezas hasta la gente sencilla. Los “dioses” que se han creado ni siquiera llegan a la categoría de los dioses paganos, son tan pequeños que no sirven más que para proporcionar sorbos de placer que despiertan mayor sed. Una necesidad que llega a ser angustiosa.
El dios placer, como mínimo, es insuficiente y, si se ponen todas las energías por conseguirlo, la vida se puede convertir en un vacío irresistible. ¿Qué otra explicación tienen tantos suicidios y cada vez en mayor número, también en jóvenes y aun en menores? Nunca una sociedad ha podido gustar de vida más regalada. Pero no ha podido, no puede ser suficiente.
Mientras tanto, sin poder evitar la experiencia de una vida de transeúntes, el corazón y la razón exigen una situación final estable; una meta de plenitud. Porque la muerte no es una situación que hayamos querido ni tiene sentido como estado final.
El hombre no es un animal irracional que llega a la muerte sin pensar en ella ni exigir otro fin. El hombre siente y desea, proyecta, intuye y exige un fin de trayecto en el que pueda descansar del siempre camino oneroso de esta vida, en el que sea feliz. ¿Será una pasión inútil, un deseo frustrado, una utopía? Si así fuera, mentiría la naturaleza y decepcionaría la razón y el corazón. Se habrían engañado miles y miles de generaciones; desde el principio de la existencia del ser humano hasta hoy. La vida del hombre, tendríamos que decir con Jean-Paul Sartre, es una pasión inútil. Pero me parece poco; sería mejor decir que es una tragedia inaceptable.
Pero no, en la naturaleza no hay nada sin un sentido, no hay nada inútil, todo tiene un fin positivo. ¿Sólo el hombre, el ser más noble, el único ser racional que conocemos, no tiene sentido? No, no, tenemos un fin, una meta que supera nuestro deseo de felicidad, porque tiene por “objeto” la posesión de un bien infinito: Dios.