Se ha salvado, junto con la gran cruz dorada del presbiterio. Unos la llaman la Virgen de la sonrisa, otros la Virgen del pilar derecho, y algunos ven en ella la genuina representación de Notre Dame de París, pues es la imagen mariana más conocida del templo. En ese mismo pilar había otra imagen de la Virgen, destruida por los revolucionarios en 1793, pero sería en 1855 cuando esta talla gótica fue instalada en su emplazamiento actual, cerca de la sacristía.
Fue en el curso de los trabajos de restauración del arquitecto Eugène Viollet Le Duc, gran enamorado del arte medieval y el hombre que, con el novelista Víctor Hugo, salvó a la catedral parisina de sucumbir al olvido y el deterioro del tiempo.
Leí con emoción cómo se salvaron de las llamas el Santísimo y la corona de espinas que llevó Cristo en su pasión, pero mi satisfacción ha ido en incremento cuando he sabido que la Virgen se ha salvado, una imagen del siglo XIV que sigue planteando muchas cuestiones a los investigadores. Es una Virgen esbelta, de notable altura, que lleva en el brazo izquierdo a su Hijo mientras en la mano derecha sostiene un lirio, símbolo de pureza. El Niño lleva en su mano una esfera, aunque hay que piensa que se trata de una granada, representación del amor. Llama la atención que la Virgen parece sonreír, en mayor o menor medida, según desde el ángulo del que se mire. Desde una perspectiva opuesta, su rostro adquiere un tono más serio.
Un visitante de la catedral, o un fiel que asiste a una ceremonia o simplemente esté recogido en oración no lejos del presbiterio, acaba mirando a esta Virgen. Hay quien recordará la historia de Paul Claudel, en la Nochebuena de 1886, cuando se sintió tocado por la gracia, a los veinte años, mientras escuchaba un coro que entonaba el Magnificat. Aquella noche estaba al lado de la imagen, y una placa recuerda este acontecimiento que discretamente cambió la vida de un escritor, aunque una de las semillas de aquella conversión debió de ser la lectura de poemas de Arthur Rimbaud, lejano en apariencia al catolicismo. Porque el catolicismo es una religión marcada por las paradojas, tal y como recordaba Pascal. Está la paradoja del anticlerical Víctor Hugo, que buscaba sinceramente a Dios, y contribuyó a la resurrección material y espiritual de Notre Dame.
Paradoja es la del arzobispado de París por haber invitado, en los últimos años, a ser ponentes en las conferencias cuaresmales de Notre Dame, iniciadas en 1835 cuando triunfaba la novela de Hugo, a personas no creyentes o de otras religiones, aun a riesgo de incomodar a quienes reducen la fe a una fortaleza acosada y angustiada. Y paradoja es lo que ha sucedido en la noche del 15 de abril. En el corazón de una ciudad oficialmente laica, aunque marcada por siglos de cristianismo, y de una cultura que confunde la tolerancia con la indiferencia, han resonado miles de avemarías. No solo han pedido la salvación de una catedral. Estoy seguro de que han pedido por muchas personas, creyentes y no creyentes, que se han sentido prisioneros de la tristeza. Sin embargo, pienso que el titular de Le Figaro está equivocado, “Notre Dame de la tristesse [Nuestra Señora de la tristeza]”. La Virgen del pilar de Notre Dame sigue sonriendo, y es un signo de esperanza para una reconstrucción no solo material sino también de los espíritus. Para mí, no es un deseo piadoso. Lo asocio al lema episcopal del recordado cardenal Jean Marie Lustiger, que volví a recordar en mi última visita a la catedral parisina: “Para Dios no hay nada imposible” (Lc 1, 37).
Hay una mezcla de tristeza y de alivio en las horas que siguen al incendio, y ambas sensaciones entrelazadas son un terreno fértil para la esperanza. Han desaparecido obras de arte y unas estructuras de construcción más del siglo XIX que del XIV, aunque tal y como recordaba el arzobispo Michel Aupetit en una entrevista radiofónica, la catedral no se construyó para albergar la valiosa reliquia de la corona de espinas. Se hizo para guardar un trozo de pan, y “nosotros creemos que ese pedazo es el cuerpo de Cristo”.
Publicado en COPE.