La ministra Bibiana ya nos había anticipado que abortar es algo tan banal como ponerse tetas; ahora descubrimos que abortar puede ser tan ventajoso como ir al cine en el día del espectador o a unos grandes almacenes en la semana mágica. Según nos informa Erika Montañés, varios mataderos infantiles de Andalucía ofrecen descuentos del veinte por ciento a las jóvenes que, a la hora de abortar, exhiban el carné joven que expide el Instituto de Juventud de la Junta; y no nos extrañaría que algo similar ocurra pronto, o esté ocurriendo ya, en otras comunidades autónomas. El crimen del aborto, que la última ley ha encumbrado al rango de bien jurídico protegido, se convierte así en un bien de consumo, regido por los reclamos publicitarios que estimulan la demanda.
Vemos aquí los efectos implacables de lo que Hannah Arendt llamaba la «banalidad del mal», fenómeno que florece cuando las personas «normales» dimiten de su racionalidad ética, hasta hacer de sus crímenes una trivial rutina. Arendt acuñó el término para referirse al caso de Adolf Eichmann, un estólido oficial nazi que se encargó de agilizar el transporte de judíos con la misma aséptica probidad con la que habría agilizado cualquier otro trámite burocrático. Eichmann no era un antisemita fanático, ni siquiera un ideólogo fervoroso: simplemente, se había «olvidado» de que los judíos fuesen seres humanos, adaptando su mente al «clima moral» de la época; y cuando sus superiores le pidieron que agilizase su traslado a los campos del Este actuó de modo idéntico a como lo habría hecho si le hubiesen pedido que agilizase el traslado al frente de mulas o de carros de combate. Para Eichmann, los judíos eran una masa indiscernible, piojosa y gemebunda, una informe agrupación de seres acaso vivos, pero en ningún caso humanos, como para la ministra Bibiana son los fetos; y, para organizar el traslado de ese «cargamento», se rigió por criterios estrictos de intendencia. En esto consiste la «banalidad del mal»: en cosificar a la víctima, para que su «eliminación» no plantee conflictos de conciencia; de tal modo que, una vez cosificada, su destino se nos antoje tan trivial como el de la mosca a la que rociamos con insecticida.
Y como los supermercados rebajan el precio de los insecticidas, para estimular la demanda, los mataderos infantiles abaratan el aborto; aunque, más cucos que los dueños de los supermercados, repercuten la rebaja sobre el contribuyente. A fin de cuentas, si el aborto es un derecho, ¿no es misión de las instituciones favorecer su ejercicio? Así se remueven los últimos escrúpulos que dificultan la «cosificación» del feto, haciendo del aborto algo tan tentador como las rebajas de enero, algo tan apetecible como la segunda copa gratis en una discoteca que celebra la fiesta de la camiseta mojada. Una vez que la vida gestante ha sido reducida a la categoría de excrecencia, algo así como un quiste sebáceo o una verruga peluda, eliminarla deja de plantearnos conflictos de conciencia; y nuestra preocupación se centra en que esa «eliminación» sea lo más barata posible. Y, para que este proceso maligno y banalizador sea más completo, el Instituto de la Juventud de Andalucía se preocupa de otorgar al aborto la misma consideración que a un concierto de rock, incluyéndolo en su repertorio de bicocas con descuento, como el fabricante de insecticidas se preocupa de enriquecer su producto con aromas que acaricien la pituitaria, otorgándole la mima categoría que a un ambientador. De este modo, abortar es como responder a una pulsión consumista o entregarse a un lúdico esparcimiento, como comprar ropa de marca en un outlet o pegarse un atracón en el bufé del desayuno de un hotel que hemos pagado con un bonochollo. Es la cultura del low cost al servicio de la banalidad del mal.
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