En cartas y textos contestatarios a la enseñanza de la Iglesia encontramos con cierta frecuencia la acusación a la Jerarquía de haber «traicionado el espíritu del Concilio». Sin ir muy lejos, hemos visto tal latiguillo hace poco en la misiva de algunos clérigos vascos soliviantados contra la jerarquía, que se lo dedicaban al cardenal Rouco y al resto del episcopado: El nombramiento de obispos de espiritualidad probada, así como la defensa de la vida ante las legislaciones abortistas serían pruebas inequívocas de traición a ese supuesto espíritu conciliar.
¡El espíritu del Concilio! Invocación taxativa; frase talismán sin mayor argumento y no por ello carente de intención. Porque su eficacia deviene del propio Concilio cuyo nombre usurpa: Manipulación de un magno hecho cristiano, en la que la realidad conciliar se ve suplantada por el marchamo neo-modernista. La renovación suplantada por la apostasía, ni más ni menos. La restauración pastoral traicionada y oculta con una sola frase que quisiera expresar precisamente su contrario, sumisión al espíritu del mundo.
El Vaticano II, con sus glorias y sus sombras, reaparece así cuarenta y cinco años después; en medio del forcejeo que se libra hoy dentro de la estructura eclesiástica, utilizado por unos y por otros como caballo de batalla en una dialéctica que puede resultar crucial para el futuro inmediato. Su invocación no podría ser despachada sin más, porque en torno a ella se ventila el capítulo inicial de la Pasión de la Iglesia... Inicial e iniciado sí, puesto que las campañas actuales de calumnias no son sino la preparación artillera previa al asalto.
La invocación del «espíritu conciliar» por los corifeos de la adaptación al mundo es peligrosa porque trata de darle un aura de legitimidad a la estrategia prevista para ese asalto cuyos pormenores desconocemos, aunque pueda adivinarse su inminencia.
Desgraciadamente, carecen de fundamento algunos optimismos fundados en la edad avanzada de la mayor parte de los famosos del progresismo: La brecha puede producirse donde menos lo pensemos, pues vendrá preparada e incitada desde la esfera política. El peligro no está hoy en el acompañamiento coral progresista, sino en la inercia creada por la adaptación institucional a la cultura política. No radica en las extravagancias de los extremos, sino en los equilibrios resbaladizos y comprometidos del centro. El Concilio nada tendría que ver con ello, si no fuese por la dialéctica que usurpa su nombre. La impronta del Espíritu Santo puede todavía ser utilizada maliciosamente mediante la suplantación de su contenido real por un reclamo equívoco. El todo sustancial cambiado por la fiebre circunstancial. Es tan valioso y tan legítimo el Concilio Vaticano II, que su sola invocación recubre de una dignidad aparente lo que son solo maniobras de aproximación de la hueste asaltante. Una hueste donde los adaptacionistas son más, y mejor disimulados, que los viejos gurús del progresismo.
Desgraciadamente, carecen de fundamento algunos optimismos fundados en la edad avanzada de la mayor parte de los famosos del progresismo: La brecha puede producirse donde menos lo pensemos, pues vendrá preparada e incitada desde la esfera política. El peligro no está hoy en el acompañamiento coral progresista, sino en la inercia creada por la adaptación institucional a la cultura política. No radica en las extravagancias de los extremos, sino en los equilibrios resbaladizos y comprometidos del centro. El Concilio nada tendría que ver con ello, si no fuese por la dialéctica que usurpa su nombre. La impronta del Espíritu Santo puede todavía ser utilizada maliciosamente mediante la suplantación de su contenido real por un reclamo equívoco. El todo sustancial cambiado por la fiebre circunstancial. Es tan valioso y tan legítimo el Concilio Vaticano II, que su sola invocación recubre de una dignidad aparente lo que son solo maniobras de aproximación de la hueste asaltante. Una hueste donde los adaptacionistas son más, y mejor disimulados, que los viejos gurús del progresismo.
Estamos ante una dialéctica -la del programa seudo-profético hoy en trance de parto- y, como toda dialéctica, necesitada de la antítesis que sería el rechazo del Concilio desde posiciones supuestamente ortodoxas. Antítesis que el integrismo se encarga de proporcionar. El maleficio no funcionaría si la supuesta «traición al Concilio» de los fieles a Roma no tuviese como contrapunto las acusaciones al propio Concilio efectuadas desde otro extremo. La resistencia legítima frente a la embestida anticrística puede, en éste río revuelto, tacharse de «traición al Concilio» y toda pastoral trascendente acabar, aunque todavía no lo advirtamos, homologada con los aspavientos del cisma lefevbriano...
Parece, en efecto, un aspaviento la acusación al Vaticano II de «errores y omisiones dogmáticas y en el plano espiritual», acusación que se concreta en un conjunto de afirmaciones desprovistas de rigor y, sobre todo, ayunas de un estudio detenido de los textos correspondientes: Las actas conciliares nunca han pretendido agotar toda la realidad religiosa. Carece de sentido anotar en términos reivindicativos cualquier concepto no recogido en ellas, cuando el Vaticano II tiene por ende una profunda coherencia teológica, eclesiológica y pastoral. Se le achacan errores porque no se acaba de entender que la doctrina inmutable de la Iglesia ha podido proclamarse ante el mundo con un talante diferente, sin cambiar por ello ni un ápice. Paradójicamente, el Vaticano II fue un concilio de consumación tradicional, del cual las lecturas distorsionadas y aventadas por el progresismo post-conciliar han tratado de suplantar la verdadera y riquísima enseñanza. Habiendo logrado, mal que nos pese, mantenerla parcialmente en el olvido. Y ello ha sido posible porque el verdadero espíritu del concilio, animador de la más completa consagración del mundo, quedó en su momento postergado ante los imperativos de coexistencia con la cultura dominante.
La «traición al concilio», de haberla habido, se habría producido pues en sentido contrario al señalado por los contestatarios. Pero sabemos que la reducción subsiguiente no puede tacharse de traición, porque se trata de un doloroso y quizá forzado ejercicio de prioridades, con el cual la Iglesia ha ganado un tiempo precioso. Los argumentos personalistas, las disecciones ontológicas del mal, las hipótesis, los males menores, los deslindes de esferas, los distanciamientos agustinianos de lo estructural y todos los infinitos recursos aplicados desde el pontificado anterior para poder cohabitar, sin choque inmediato, con la cultura de la autosuficiencia, apelaban a la misericordia. Buscaban – y en gran medida consiguieron – la regeneración de lo humano desde el fondo de los corazones. Que el espíritu verdadero del Concilio no ha sido, hasta el momento, traicionado, queda probado al estar la Iglesia en el ojo mismo del huracán, acosada por mantener contra viento y marea su juicio moral.
¿Existe pues un espíritu genuino del Concilio Vaticano II?
Probablemente, sus textos lo muestren con suficiente claridad:
«Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra (Gaudium et Spes, 38)... Se propone también la restauración de todo el orden temporal. Por ello, la misión de la Iglesia no es solo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico (Apostólicam actuositatem, 5)... Instaurar el orden temporal de tal forma que salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana (AA, 7). No cabe confusión alguna respecto al carácter de esas leyes propias del orden temporal, fundadas en la propia naturaleza de la creación, según explica el mismo Concilio (Gaudium et Spes, 36) y no emanadas de la voluntad humana [1]. Ni cabe desconocer el alcance preciso que, según el Concilio, debe tener ese ajuste a los principios superiores de la vida cristiana: Se refiere a todo lo que constituye el orden temporal, incluidas las instituciones políticas, y se prolonga hasta que el poder político se ejerza con justicia y las leyes respondan a los preceptos de la moral y al bien común (AA, 14) El Concilio Vaticano II exhorta pues a los seglares a una cristianización de la vida y las instituciones que coincide al cien por cien con el programa de la Realeza de Cristo, según el cual todo el Estado debe ajustarse a los mandamientos divinos» [2].
¿El espíritu del Concilio es pues el de la Realeza de Cristo? Naturalmente, puesto que Jesucristo no ha reivindicado - hasta el momento, ya que está vivo y siempre podría hacerlo - el ejercicio directo de potestad sobre las naciones, reservando, eso sí, para su Iglesia un dictamen indirecto, moral, sobre los asuntos del mundo...
Recordemos:
En la convocatoria del Vaticano II se advierte que la humanidad sufre las consecuencias de un orden temporal que algunos han querido organizar prescindiendo de Dios [3]. En la Lumen Gentium se consigna como misión específica de la Iglesia anunciar el Reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos (LG, 5) Pues es muy consciente de que ella debe congregar en unión de aquel Rey a quien han sido dadas en herencia todas las naciones (LG, 13) Se encomienda a los laicos tratar de obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios (LG, 31) para que, sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey cuyo servicio equivale a reinar (LG, 36) y se les advierte, con precisión a prueba de interpretaciones liberales, que se esfuercen en conciliar los derechos y deberes que les competen como hijos de la Iglesia y como miembros de la comunidad política, teniendo presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede substraerse al imperio de Dios (LG, 36) Lenguaje inequívoco, que podría confirmarse con un número de citas capaz de agotar al autor y a los lectores.
No es el lenguaje de la Quanta Cura, claro que no. Tampoco Obama es Luis Napoleón. Sin embargo, ello no quiere decir que la voz del Concilio carezca de autoridad o de contundencia: Tenemos una palabra sacrosanta que deciros: Hela aquí: Solo Dios es grande. Solo Dios es el principio y fin. Solo Dios es la fuente de vuestra autoridad y el fundamento de vuestras leyes [4]. ¡Una palabra sacrosanta! ¡Sacrosanta, señores, no coloquial! Solo Dios - solo, únicamente Él - es la fuente de la autoridad... Parece difícil que pueda hablársele al mundo con menos complejos.
De manera que sí; el Vaticano II es el Concilio de la Realeza de Cristo, aunque probablemente ello no sea reconocido en breve, al menos hasta que la Pasión de la Iglesia se resuelva finalmente en cántico glorioso.