Cuando en su quinta visita a Polonia (14 de agosto de 1991) Juan Pablo II se acercó a Wadowice, recordó con emoción –y alguna lágrima– su niñez, su juventud y la importancia de sus padres en su formación. Había nacido en ese pequeño pueblo polaco el 18 de mayo de 1920. Ahora se cumple el centenario.
La reacción mundial ha sido de admiración hacia su figura. El Papa Francisco acaba de escribir en colaboración un libro sobre él (San Giovanni Paolo Magno), la Conferencia Episcopal polaca lo ha propuesto como Doctor de la Iglesia y Patrón de Europa, una avalancha de publicaciones en torno al Papa polaco inunda las librerías de medio mundo, varias películas analizan su vida, los expertos y los archivos soviéticos muestran que –aparte del pistoletazo de Ali Agca– entre tres y cinco veces se prepararon atentados contra su vida. Es curioso que la Browning HP CAL de 9 mm, con cargador de trece balas, utilizada por el pistolero se encasquilló al intentar el tercer disparo contra el Papa. La pistola está hoy en el Museo de la Casa Familiar de Juan Pablo II, en Wadowice. Agca disparó dos veces al Papa y luego el arma se atascó. Mientras escapaba, el terrorista trató de disparar al policía que corría detrás de él y a la hermana Letizia Giudici, que le bloqueó la huida. Afortunadamente, el arma seguía encasquillada.
En fin, dentro de unos días comienza el proceso de canonización de sus padres, lo cual –salvo el caso de Santa Teresa del Niño Jesús– ocurre pocas veces en la historia de la Iglesia.
Tuve el honor de ser recibido en dos ocasiones por San Juan Pablo II. La primera en su Biblioteca privada, la segunda en la Nunciatura de Madrid con mi familia. El 7 de abril de 1990 asistí a su misa en el pequeño oratorio donde pasaba horas rezando. Preparaba el viaje a Checoslovaquia invitado por Vaclav Havel. Había convocado a parte de los obispos de ese país, que llenaban el pequeño oratorio del Papa (unas 15 personas). Al concluir la ceremonia llamó a Joaquín Navarro-Valls, su portavoz –que me acompañaba–, para despachar cuestiones de gobierno. Yo me puse lo bastante lejos para guardar las formas y lo suficientemente cerca para escucharlo todo. El día anterior Balduino de Bélgica había dimitido para no firmar la ley de aborto aprobada por el Parlamento. El Papa estaba preocupado por el rey. Interpeló a su portavoz : «Habría que hacer algo para apoyar ese gesto valiente del rey». El Director de la Sala de Prensa se puso en marcha y al día siguiente firmas importantes de Europa y América glosaban positivamente el acontecimiento.
En sus casi 27 años de pontificado Juan Pablo II hizo un total de 240 viajes: 104 fuera de Italia y 146 efectuados en la propia Italia. Traducido a kilómetros: 1.247.613 kilómetros, o 3,24 veces la distancia de la Tierra a la Luna. Dos preguntas son evidentes: ¿Por qué viajaba tanto? ¿Qué frutos producían esos viajes? Dos anécdotas tal vez lo expliquen. Una mañana de enero de 1990, un niño de 11 años le preguntó: ¿Por qué estás siempre viajando por el mundo? El Pontífice polaco respondió: «El Papa viaja tanto porque no todo el mundo está aquí». Es decir, la clara comprensión de que no todos los factores culturales, intelectuales y morales son los que aquí existen. Como observó Le Monde: «Ninguna consideración, ni médica ni política parece retener a un Papa más dispuesto que nunca a acudir allí donde su presencia es deseada».
La segunda pregunta apunta no a cantidades sino a calidades. ¿Qué queda de cada viaje que hizo? Esto mismo pregunté a un cercano colaborador del Papa. Su punto de vista era que, por un lado, está lo que Juan Pablo II hacía y decía. Por otro, lo que con su presencia ocurre en cada lugar: lo que mi interlocutor llamó «el programa exclusivo de Dios». Un ejemplo. En Kisangani, a orillas del río Congo, en una noche de calor sofocante y al final de una jornada agotadora, esa persona preguntó a un joven misionero, envejecido por la malaria y el trabajo: «¿Valía la pena que viniera el Papa aquí unas horas?». «No puedo hacer un balance global –contestó su interlocutor–, pero aunque solamente quedara el bien que ha hecho a mi alma estar con el Papa, ya estaría justificado su viaje hasta Kisangani».
Otros resultados colaterales tardan en verse. Por ejemplo, el 28 de enero de 1999 el Papa estaba en Missouri. Allí se enteró de que, pocos día después, sería ejecutado Darrel Mease, un veterano de Vietnam condenado a muerte. Nada dijo el Papa públicamente, aunque privadamente hizo llegar al gobernador –que no era católico– su súplica de que indultara al condenado. Con gran sencillez, en la Catedral de San Luis, al pasar junto al gobernador se inclinó y le susurró: «Have mercy on Mr. Mease» (Tenga misericordia del Sr. Mease). Con idéntica brevedad el Gobernador contestó: «I will do it» (Lo haré). Y lo hizo.
En mi opinión, la mejor definición del Papa no ha salido de medios eclesiásticos sino mediáticos. Gianni Pasquarelli, director general de la RAI , en un almuerzo con Juan Pablo II, en septiembre de 1990, calificó su etapa en la Sede Apostólica como «un pontificado de certezas». Las muchedumbres que se acercaban a él, tanto en la plaza de San Pedro como en sus muchos viajes, lo veían como un faro seguro en las tensiones doctrinales y civiles que encuadraron el tercio de siglo en que gobernó la Iglesia.
Por ejemplo, su encíclica Fides et ratio es una llamada a liberar el entendimiento de las imágenes que lo idiotizan. La época en que vivió –en eso no hemos cambiado mucho– convirtió al sujeto racional en sujeto económico. Juan Pablo II intentó recuperar la visión del hombre como sujeto pensante y moral. Devolvió al hombre de hoy la esperanza de encontrar una respuesta segura a sus grandes inquietudes. Defendió, frente al extendido relativismo, la posibilidad de la razón de llegar a verdades absolutas.
Cuando la revista Time lo eligió hombre del año en 1994 y el semanario Newsweek hizo idéntica nominación en 1996, subrayaron el liderazgo de Juan Pablo II en la lucha por los derechos humanos. Juan Pablo II hablaba de las exigencias «de un corazón nuevo» capaz de promover la auténtica dignidad del hombre, como un camino «para encontrar una resolución pacífica de las situaciones más complejas». Su oposición casi en solitario a las guerras del Golfo e Irak iban en esa línea. Al igual que cuando condenó ante la puerta de Brandeburgo las dos dictaduras que la hicieron de escenario de sus paradas militares o la convirtieron en un muro. Un diario tan poco sospechoso de clericalismo como La Repubblica lo calificó de «portavoz planetario de los derechos humanos».
Pensemos en el episodio más importante en derechos humanos del siglo XX: la liberación de los países del Este a partir de 1989. El 3 de marzo 1992, Gorbachov escribió en La Stampa de Turín un artículo muy elogioso del Papa, explicando la gran influencia que había tenido en los cambios del Este europeo. El director y el subdirector del periódico consiguieron que el Papa los recibiera para hablarle del artículo.
Entre otras cosas, Juan Pablo II les dijo que Gorbachov habla en su artículo del «papel político» que desempeñó el Papa en el escenario mundial. San Juan Pablo II matizó que «no se puede hablar de un papel político en sentido estricto». La misión del Papa –continuó– «es predicar el Evangelio, pero en él se encuentra el hombre y por tanto sus derechos humanos». No fue, pues lo que ocurrió en 1989 una supuesta Santa Alianza (como escribió Carl Bernstein, uno de los periodistas del Watergate) entre Reagan y Juan Pablo II para eliminar el comunismo. Fue la aplicación al orden socio-moral de su inmensa fe en los derechos humanos. También intervinieron los propios dirigentes soviéticos, pues no hay que olvidar que la palabra perestroika, entre otras cosas, significa conversión. El falso humanismo del socialismo real se desplomó por su propio peso, por sus errores y abusos.
Recordar el centenario de un Papa al que se ha apodado Grande es también recordar que si hoy los gobiernos han llegado a la conclusión de que no se puede gobernar sin referencias éticas, su figura se alza como un fuerte ejemplo y un gran estímulo para lograr esa conversión.
Publicado en El Mundo.