El autor (Bucarest, 1912-1989) lo resume inmejorablemente: “En la pequeña celda, solo, me arrodillo y hago balance. Entré en la cárcel ciego y salgo con los ojos abiertos; entré mimado y caprichoso, y salgo curado de ínfulas, aires de grandeza y caprichos; entré insatisfecho y salgo conociendo la felicidad; entré nervioso, irascible, sensible a las minucias y salgo indiferente; el sol y la vida me decían poco, ahora sé saborear un trozo de pan, por pequeño que sea; salgo admirando por encima de todo el valor, la dignidad, el honor, el heroísmo; salgo reconciliado: con aquellos a los que he hecho mal, con los amigos y los enemigos, incluso conmigo mismo”.
Nicolae Steinhardt era judío, de clase acomodada, miembro de la exquisita y exclusiva intelectualidad rumana de entreguerras y pariente lejano de Sigmund Freud, al que conoció en 1927, con quince añitos (y al que irritó sobremanera, preguntándole por los discípulos díscolos Jung y Adler). Sufrió la persecución antisemita durante la Segunda Guerra Mundial.
Bajo el gobierno de Ion Antonescu lo obligaron a trabajar de barrendero, pero fue a la llegada del comunismo cuando, por no querer delatar a unos amigos con los que había tenido una tertulia literaria, fue torturado e internado en las peores cárceles junto a los mismos que le habían despreciado y marginado hacía unos meses. Es la experiencia que narra en El diario de la felicidad. El título, sin embargo, no es ironía: la felicidad es real, poderosa, totalizadora y, lo que a nosotros nos importa aún más, extremadamente contagiosa.
En aquellas terribles celdas, el joven Steinhardt, agnóstico y ultramoderno, se convierte y se bautiza. La inesperada luz de su nueva fe es capaz de vencer la oscuridad de su situación concreta, que nos cuenta sin delectación, aunque sin edulcorantes. No se recrea a posteriori en las vejaciones porque apenas importan comparadas con las maravillas de la vida interior y de la camaradería entre presos. No estamos, por tanto, ante un libro típico del género campo de concentración: sobreabunda la paz, la alegría, la cultura, la delicadeza en la mirada.
Se trata de un “texto total”, a un tiempo, histórico, narrativo, épico, poético, ensayístico y aforístico. En El diario de la felicidad no falta de nada: hay, por supuesto, biografía; desde luego, ascética, también mística; pero, a la vez, humor, crítica literaria, apuntes líricos, digresiones cultas, desperdigadas memorias y un extravagante savoir vivre indiscutiblemente elegante en mitad de las mayores penurias y miserias.
Puede que, presentado así, a los alérgicos a la excelencia se les enciendan todas las alarmas y no puedan imaginarse que sea atractivo ni susceptible de gozar de éxito de público, pero fue y sigue siendo uno de los libros más vendidos de Rumanía. ¿El secreto? Que en todo momento hace honor a su título: El diario de la felicidad.
El pensamiento central de la obra, casi como un estribillo o, mejor, como un lema o motto, es la defensa constante de la nobleza, del coraje, de la caballerosidad y de las buenas maneras. Que Steinhardt enlaza magistralmente con el cristianismo, porque explica, con perspicaces ejemplos, que Jesús era un perfecto gentleman y más aún, el caballero por antonomasia. Le apasiona la figura del Quijote y considera la inteligencia y la cultura como deberes inexcusables. Para Steinhardt, la estupidez es pecado; la libertad, aristocracia; la valentía, el secreto de la felicidad; y la buena educación, la caridad.
En sus compañeros de celda encuentra “una atmósfera de grandeza, de medievalismo hierático; ondean invisibles capas de púrpura, refulgen espadas de Damasco. Cada gesto revela un quijotismo contenido”. Estamos, pues, ante un libro de caballerías, que incita, como los que leyó Alonso Quijano, a la emulación.
La obra de Nicolae Steinhardt se publicó después de su muerte, cuando, tras la revolución anticomunista de 1989, la censura —que tanto le persiguió— desapareció. Son más de veinte libros, algunos con títulos tan atractivos como Entre la vida y los libros; Crítica a la primera persona; Las incertidumbres literarias; Hacia sí mismo a través de los otros; El peligro de confesar; A través de dar se debe recibir…
En España, por desgracia, no tenemos traducido más que El diario de la felicidad; pero, por fortuna, son más de 650 páginas y son, además, inagotables. No deja de ser una esperanzadora paradoja que aquel donde narra su estrecha prisión sea hoy el más divulgado, influyente y abierto de todos sus libros.
Publicado en Nueva Revista.