En el silencio de la cruz y del sepulcro, Dios ha dicho su palabra más plena y elocuente. En la cruz nos lo ha dicho todo. Y en la resurrección todo lo de Jesús, –lo que ha dicho y hecho–, ha quedado confirmado. ¡Dios no abandona al hombre para siempre! Dios que en Jesucristo se ha empeñado en favor del hombre, no lo deja ni lo dejará jamás en la estacada por muy sin salida que se encuentre. El anuncio de la resurrección de Jesús es el verdadero fundamento de la esperanza de la humanidad. En efecto, si Cristo no hubiera resucitado, no sólo sería vana nuestra fe (Cf 1 Co 15,14), sino también nuestra esperanza, porque el mal y la muerte nos tendrían como rehenes. Sin embargo, con su muerte, Jesús ha quebrantado y vencido la férrea ley de la muerte, extirpando para siempre su raíz ponzoñosa.
Por mucho que tratemos de disimularlo, que nos lo ocultemos, particularmente en nuestros tiempos, la muerte es el mayor enigma de la vida. Si morimos para siempre, todo se lo habría tragado y aniquilado la muerte. No hay desilusión ni decepción que pueda medirse con la de la muerte. Ningún esfuerzo por la justicia o por mejorar la condición humana, ningún amor por feliz que sea, pueden sustraerse a la sombra que sobre ellas echa la muerte. En el fondo, la muerte lo deja todo sin valor y sin fuerza. Pero la ley universal de la muerte no es, aunque parezca lo contrario, el supremo poder sobre la tierra: La muerte no tiene la última palabra. Porque Dios está por la vida. Al resucitar a Jesucristo, ha sido vencida definitivamente la muerte.
Podemos fiarnos incondicionalmente de Dios en cualquier callejón sin salida. La resurrección de Jesús significa que Dios ha actuado, que interviene en la historia, que quiere y puede entrar en este mundo nuestro, en nuestra vida y en nuestra muerte. Ella nos da la certeza de que existe Dios y de que es Dios de los hombres: el Padre de Jesucristo. En Cristo, Dios, vida y amor, ha triunfado para siempre. La muerte, el odio, la violencia, la injusticia han quedado heridos de muerte de manera definitiva.
La resurrección de Jesucristo es la revelación suprema, la manifestación decisiva, la respuesta triunfadora a la pregunta sobre quién reina realmente, si el mal o el bien, el odio o el amor, la venganza o el perdón, la violencia o la paz, la libertad o la esclavitud, la vida o la muerte. El verdadero mensaje de la Pascua es: Dios existe. Y el que comienza a intuir qué significa esto, sabe qué significa ser salvado, sabe qué significa ser hombre en toda su densidad y verdad, en toda su hondura y en el gozo de ser esa criatura tan maravillosa que Dios ha querido, y como Él la ha querido y la quiere: llamada a la vida, vida plena, eterna, y dichosa, vida llena de amor, vida divina en el hombre. La resurrección de Jesucristo es la señal última y decisiva de la verdad de Jesucristo: verdad de Dios y verdad del hombre.
Si Cristo no hubiese resucitado realmente, no habría tampoco esperanza verdadera y firme para el hombre: en el fondo, querría decir, nada más y nada menos, que el amor es inútil y vano, una promesa vacía e irrelevante; que no hay tribunal alguno y que no existe la justicia; que sólo cuenta el momento; que tienen razón los pícaros y los astutos, o los que no tienen conciencia. Si Cristo no hubiese resucitado significaría que todo habría acabado con la pasión y el sufrimiento, con la violencia cruel e injusta sufrida, con el vacío de la muerte y la soledad del sepulcro, donde todo se corrompe. Pero de ahí no nacería la alegría de la salvación ni de la vida querida por Dios, sino la tristeza irremediable de que no puede triunfar el Amor y la Vida sobre el odio y la muerte.
La resurrección nos abre a la esperanza, nos alienta a ella, nos abre al futuro y señala caminos que nos conducen a él. El hombre no puede dejar de esperar, ni vivir resignado o satisfecho simplemente a lo que hay, a no ser que pague el precio de tanta muerte y miseria, es decir, de mutilarse en su humanidad. «La resurrección no es un fenómeno marginal de la fe cristiana, y mucho menos un desarrollo mitológico, que la fe hubiera tomado de la historia y del que más tarde haya podido deshacerse sin daño para su contenido: es su corazón, su centro» (R.Guardini). Perdida la fe y la esperanza en la resurrección, en efecto, todo quedaría reducido a los mitos de Sísifo –mero resignarse a lo que hay–, o de Prometeo –la prepotencia de la fuerza del hombre dejado a sí mismo–, o de Narciso –es decir, la autocomplacencia y el goce efímero egoísta y subjetivista–. Sin la esperanza que brota de la resurrección todo podría quedar reducido al cálculo del hombre y a los poderes de este mundo: todo podría valer con tal de alcanzar las metas siempre efímeras de nuestra tierra. Pero, ¡Cristo ha resucitado! En Él está la esperanza.
* El cardenal Antonio Cañizares es prefecto de para el Culto Divino y de los Sacramentos.
*Publicado en el diario