Hasta los más legos en el tema sabemos, desde los libros de C.S. Lewis, que el diablo prefiere que se hable de él poco o nada. Será por eso que hace pareja con la casi siempre escandalosa muerte, y no sólo en el tarot. El triunfo de la muerte es también el de su compañero y señor; por eso, en nuestra cosmovisión cristiana, no puede tener nunca la última palabra. La muerte, incluso en las peores circunstancias, no es el final.

 
En una muy reciente entrevista en Le Figaro, el filósofo Rémi Brague ha declarado a propósito de la muerte en estos tiempos de coronavirus: "Buscamos expulsarla de nuestros pensamientos, olvidarla, hacer como que nunca nos afectará. Esto por un lado. Y por otro lado, más en secreto, la vemos como algo definitivo. Mira la famosa frase de Nietzsche, 'Dios ha muerto'. Si es cierta, significa que la muerte está por encima de lo más alto y sagrado, que ha demostrado ser más fuerte que Él. Y si el poder es la medida de la divinidad, implica que la muerte es más divina que el Dios al que ha derrotado. Así que 'Dios ha muerto' se convierte lógicamente en 'la muerte es Dios'. Esta cuasi-divinización de la muerte explicaría muy bien por qué nos mantenemos en silencio: una deidad es aquello cuyo nombre no se pronuncia en vano". ¿Estamos asistiendo en estas semanas que han coincidido con la cuaresma y la Pascua de Resurrección de los cristianos al triunfo de la muerte bajo las especies de temor y ocultamiento que Brague nos descubre?

Esta pandemia es la primera que nos sacude como sociedad virtualmente atea o que, al menos, responde a ella como si lo fuera. Se censura en los medios la menor referencia a sentimientos o creencias religiosas, y ha desaparecido en las declaraciones y en el debate público cualquier reflexión con enfoque sobrenatural sobre el sentido de lo que está pasando. Hasta la liturgia pública, presencia del gran misterio de Dios entre nosotros, ha cesado abrupta y radicalmente en la gran mayoría de las diócesis como algo inútil, no esencial. Sólo la oración continua de los creyentes mantiene en pie a tantos sanitarios cristianos, a enfermos y familiares que la reclaman como si de un último pilar se tratara. No prevalecerá la muerte, su triunfo es efímero, pero nunca se habrá vivido una Pascua entre tanto silencio de Dios. El silencio que habita y desde el que nos habla de fe, esperanza y caridad.

Publicado en Diario de Sevilla.