Nuestra época parece haber establecido como dogma inatacable que la literatura digna de tal nombre debe excluir las cuestiones de trasfondo religioso. Al escritor de nuestro tiempo ya no le basta con reconocer su agnosticismo: se ha vuelto mucho más militante y expeditivo, y proclama desafiante que Dios no existe; o que, si existió en otro tiempo, ha muerto, sin posibilidad de resurrección alguna. Y, puesto que Dios no existe, no tiene sentido que la literatura le dedique la más mínima atención, salvo si lo hace al estilo borgiano (es decir, tratando la teología como una variante de la literatura fantástica). Todo escritor que se precie y desee ser considerado en el cotarro cultural debe escribir obras en las que las inquietudes religiosas brillen por su ausencia, o en todo caso sean presentadas como una reliquia de tiempos oscurantistas que asoma obstinada o patéticamente en personajes caricaturescos o protervos. Cualquier otro tratamiento de estas cuestiones se considerará enfrentado a los ideales estéticos imperantes.
El escritor de nuestra época, si desea ser bendecido por los repartidores de bulas, deberá escribir obras en las que se plasme la falta de sentido de la vida, donde se celebre el caos, donde la exaltación festiva o biliosa de las pasiones más destructivas se convierta en asunto predominante. Así que, acostumbrado a una literatura monótonamente execradora de Dios, me ha impresionado mucho la lectura de Jantipa o Del morir (Temas de Hoy), la primera novela del joven filósofo Ernesto Castro, a quien una vez conocí en la Biblioteca Nacional, mientras ambos nos quemábamos las pestañas con mamotretos polvorientos, y del que nunca más he vuelto a saber. Jantipa o Del morir está protagonizada por cinco mujeres que conversan, en un barracón de Auschwitz, sobre las más graves cuestiones filosóficas. Castro rinde en su novela un rendido homenaje (evidente desde el título, pues Jantipa se llamaba la mujer de Sócrates) a los diálogos platónicos, muy especialmente al Critón y al Fedón, donde en torno a la muerte de Sócrates se reflexiona respectivamente sobre la justicia y las leyes y sobre la inmortalidad del alma. El papel que en los diálogos platónicos representa Sócrates lo representa en la novela de Castro Edith Stein, la filósofa alemana conversa al catolicismo y después monja carmelita profesa, con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz.
Como es bien sabido, Edith Stein –hoy elevada a los altares– fue gaseada con cianuro de hidrógeno en el campo de Auschwitz, allá por agosto de 1942. Sobre esta base histórica, Castro imagina que varias compañeras de barracón –entre las que se halla la mencionada Jantipa y también la escritora francesa Charlotte Delbo– proponen a Edith Stein librarse de la muerte (o siquiera postergarla) mediante una triquiñuela, a lo que la carmelita se opone, como Sócrates se opone a huir para evitar la aplicación de su sentencia. Entonces Stein y las otras cuatro mujeres inician un diálogo que plantea cuestiones éticas y antropológicas muy hondas, desde la calificación moral de nuestros actos a la existencia de Dios, pasando por el problema del mal. Son todas, desde luego, cuestiones conexas que los personajes de Castro abordan desde perspectivas filosóficas diversas, en una polifonía de razonamientos a veces encontrados, a veces complementarios, que el autor además sirve con gracejo y desenvoltura, aderezados a veces de un humor muy osado (y aparentemente incongruente con la gravedad de los asuntos que se tratan y de la atmósfera sombría en que se desenvuelve la acción). Ernesto Castro abomina de la ‘misología’ (el odio a los razonamientos) y el sectarismo propios de nuestra época; y desea que todos sus personajes puedan ser escuchados, que todas sus razones puedan ser atendidas, también las razones de Edith Stein, a quien el autor concede la última palabra. Frente al consejo de sus compañeras, Stein rechaza evitar la muerte, pues concibe el Paraíso no como «una recompensa a la vida virtuosa, sino como una continuación infinita del goce en la existencia virtuosa». Y porque sabe que el martirio –y no la supervivencia– es la mejor garantía de que su testimonio sea fecundo.
Y, aunque el autor no quiere tomar partido, tácitamente da la razón a Edith Stein. Pues Jantipa, encargada de narrar la heroica y virtuosa muerte de la monja carmelita, se ha convertido entretanto –como ella misma nos confiesa, al comienzo de esta valiosa novela– a la fe católica. Sospecho que Ernesto Castro, secretamente, ha empezado a andar el camino que lleva a aquella «belleza tan antigua y tan nueva» a la que acabaría entregándose Agustín de Hipona. Y es tan insultantemente joven que, con un poco de suerte, ni siquiera tendrá que lamentarse: «¡Tarde te amé!».
Publicado en XL Semanal.