Según insisten con reiteración los que mal nos quieren y observamos en nuestras parroquias, parece que, efectivamente, cada vez somos menos. Al menos así se desprende en una mirada superficial al barómetro infalible de los asistentes a las misas dominicales. Progresivamente más viejos y menos numerosos, como si nos halláramos en una fase lunar de cuarto menguante. Hecho nada sorprende si tenemos en cuenta la feroz campaña de que está siendo objeto la Iglesia por parte de sus enemigos de siempre: laicistas masones y marxistas, cuyos ataques no dejan de perturbar a los vacilantes, el entreguismo «dialogante» de cierto clero, y la incapacidad de respuesta adecuada de no pocos obispos, que no saben cómo reaccionar ante una situación tan alarmante.
Aunque bien mirado, esta decadencia, sobre todo por lo que hace a la ausencia de juventud renovadora, no afecta únicamente a la Iglesia católica, sino que daña a todas las instituciones de carácter público o ideológico: partidos políticos, sindicatos, asociaciones vecinales, etc., en cuyos banderines de enganche tampoco parece que haya cola de jóvenes aspirantes al catecumenado, y eso que en algunos de ellos reparten sustanciosas canongías. O sea, que todos estamos más o menos a la par, si no es que los demás están todavía peor que nosotros. Entonces, ¿dónde está la muchachada española de nuestros días? Una parte de ella, muy meritoria habida cuenta el ambiente dominante, incorporada a los nuevos movimientos apostólicos; otra considerable en el voluntariado de ciertas ONGs de carácter social o caritativo; una tercera porción en el deporte «amateur»..., ¿Y el resto? Pues en lo que quieren que estén quienes cortan el bacalao: el botellón, la discoteca, el porrete y demás evasiones, sexo irresponsable incluido, porque de ese modo las víctimas resultan más fáciles de manipular y teledirigir. ¿Qué eso conduce a la destrucción moral y acaso física de toda una generación? Y a los manipuladores qué les importa si con ello consiguen mantenerse en el machito, que es lo único que persiguen. Tienen el corazón podrido, si es que algo les queda de corazón, y como tal actúan.
Pero la batalla no está definitivamente perdida. Aún queda mucho sentimiento religioso en la sociedad española, como se ha demostrado, de nuevo, en el inusitado esplendor de las procesiones penitenciales de Semana Santa, cada vez con una mayor participación de penitentes, especialmente de jóvenes, y una afluencia de «espectadores» verdaderamente extraordinaria, incluso en Madrid, cuyo arraigo tradicional de estas manifestaciones religiosas es menor que en otros muchos puntos de España. De todos modos, no hay que llamarse a engaño. En todas las expresiones de fervor popular hay que distinguir entre el grano y la paja, y de esta última abunda entre quienes miran las procesiones desde las aceras, en particular los turistas, que no acaban de entender la sustancia de tan extraños desfiles. Porque no se trata únicamente de una tradición o costumbre folklórica, sino de verdaderos actos penitenciales, que los cofrades conocen muy bien, porque son los penitentes. Actualmente las cofradías viven un período de exaltación religiosa, expresada, por ejemplo, en las actividades paralelas, generalmente de índole caritativo que llevan a cabo muchas de ellas.
Otro dato que nos permite ver el futuro con esperanza, son las manifestaciones multitudinarias que tienen lugar en las grandes ciudades a favor de la familia y la vida. Hay en ellas mucha convicción cristiana, mucho deseo de potenciar el nervio de nuestra Iglesia. Con estos mimbres se pueden confeccionar excelentes cestos. Sólo falta que la jerarquía se ponga al frente del empuje popular. Si no lo hace, cometerá un grave pecado de omisión. Hoy existe un clima propicio para crear un movimiento familiar de base parroquial y estructura diocesana, como antaño fue la Acción Católica, durante años columna vertebral del vigor eclesial, motor de la actividad apostólica y semillero de mártires. En nuestros días puede recuperarse buen parte de aquel empuje a través de equipos de matrimonios de ámbito parroquial. Después de todo, parroquia y familia han sido siempre los verdaderos trasmisores de la fe. En otras épocas, ayudaba la escuela católica, pero actualmente este sector hay que darlo por perdido. Las congregaciones religiosas de enseñanza ahora están más pendientes de la cuenta de resultados que de la educación cristiana. El acomodo a las corrientes laicistas emanadas desde el poder, ha arruinado el espíritu apostólico de estas instituciones.
Tampoco podemos dejar toda la regeneración eclesial en manos de los nuevos movimientos. Personalmente no desdeño a ninguno de ellos, porque creo que hacen todos ellos una meritísima labor de apostolado, pero a fin de cuentas se trata de obras de un fundador, cada una de ellas del suyo propio, con su carisma particular, que nunca están de sobra, naturalmente, pero que no dejan de ser iniciativas fraccionadas, es decir, de una fracción de la Iglesia, de una parte de ella. Sin embargo, lo que hace falta en estos momentos son acciones de carácter general, que impulsen y estimulen a las «bases» de la Iglesia, a la «fiel infantería», como en su día hizo la Acción Católica, de gratísima memoria, a la que muchos debemos todo lo que somos en materia de fe. ¿Tendrá algún eco esta llamada al compromiso y la esperanza? No sé. Por si acaso ahí queda eso, aunque no olvido que ya existen asociaciones cristianas familiaristas, pero, una vez más, de ámbito parcelario y no general, que es a lo que yo me refiero.