El que haya pasado por una neumonía lo sabe: te deja completamente tieso. Sin ganas de nada. Más muerto que vivo. Y hace unas semanas esta bacteria llamó a mi puerta y viví una debilidad extrema. Para hacer el cuento corto, solo puedo decir que el cóctel vital estaba compuesto por fiebre alta, dolor de cabeza, falta de apetito y de sueño. Y si a eso le unes cinco visitas a Urgencias donde te mandan a casa al no acertar el médico con el diagnóstico, y un desmayo en una iglesia con el Samur de por medio, te hundes.
Y cuando la seguridad en la ciencia o en el sistema sanitario se difumina, ¿qué queda? Sólo puedo decir que en esta situación, tirado en un sofá de la terraza, sin ganas de volver a Urgencias para que te digan lo de siempre y te manden de nuevo a casa, y sin saber qué hacer, le dije a Dios: "No puedo más. Me abandono a Ti y te entrego mi enfermedad. Haz lo que consideres adecuado". Y lo hice con verdadera fe, sabiendo que Él tiene el poder para mover montañas. Y ese abandono no era de boquilla, o más bien buscando un medio abandono. Algo así como: "Me abandono a Ti pero yo también voy a poner de mi parte y llamaré a fulanito y menganito", al estilo del refranero español con el famoso A Dios rogando, pero con el mazo dando. No. Tenía una emoción en el corazón que me decía: "Entrégame completamente esta preocupación". No a medias, sino "completamente". Y ese "completamente" implicaba que humanamente no debía interceder en el "abandono total en Dios".
Alguno podría decir: "Hombre, aquí falta un poco de equilibrio, ya que Dios nos pide que colaboremos con Él con nuestros dones y voluntad..." Es posible. Dios nos pide nuestra colaboración para llevar su plan divino y por eso no quiero entrar en un debate teológico sobre la tensión entre la gracia y los esfuerzos humanos. Pero entendí que debía abandonarme "completamente en la confianza en Dios", sin interferir ni hacer nada de mi parte. Era como si Dios me dijese: "Álex, hace tiempo que no vienes por el Gimnasio de la Confianza. Ya no te ejercitas en confiarme tus problemas, por pequeños que sean. Ya sé que puedes con tus fuerzas y con los dones que te he dado para resolverlos, pero me gustaría hacerlo Yo, y de esta manera que pueda crecer más en ti".
Y así lo hice con cierto vértigo. Me abandoné completamente y con la firme decisión de no hacer nada por mí parte. Y cuando tomé esa decisión me invadió un Amor que me abrazó por completo. Sí, ya sé, estaba con 40 de fiebre y se podría pensar que era fruto de la temperatura. Pero todavía recuerdo ese momento y se me pone los pelos de punta. Jamás me había sentido tan amado como en ese instante. Ese es el mayor regalo que Dios me hizo: dejarme claro que me quiere.
Y como segundo regalo sonó, a la hora, el móvil. Era un amigo médico que me llamaba por no sé qué asunto. Hacía meses que no sabía nada de él. Y tras explicarle mi situación me invitó a su consulta y, tras auscultarme, dio con el diagnostico de una neumonía severa. ¿Fue Dios el que empujó al médico a llamarme? No me cabe la menor duda.
¿Cuál es la moraleja de toda esta historia? No es que nos tumbemos a la bartola, y no hagamos nada, y "deleguemos" a Dios todos nuestros asuntos. Un poco al estilo de san Isidro Labrador, cuyos bueyes eran tirados por unos ángeles mientras el santo estaba en otros quehaceres. No. Nuestra colaboración humana con la gracia es imprescindible, pero también, y lo digo por mí, podemos caer en la tentación de casi no necesitar a Dios, y pretender resolverlo todo con nuestras propias fuerzas. Y es ahí cuando dejamos poco espacio para que Dios haga su obra en nuestra vida.
Lo he palpado: es en la debilidad cuando Dios entra en nuestra vida y nos reclama un abandono total a Él.
Álex Rosal es director de Religión en Libertad.