El Apocalipsis, el último libro de la Biblia, con sus misterios, ha cautivado a todas las épocas de la historia. Desde el siglo segundo (San Ireneo, San Hipólito), los comentarios sobre el Apocalipsis no se han interrumpido hasta nuestros días. Si bien las interpretaciones han ido por los caminos más dispares, también por explicaciones que han sido reconocidas oportunamente como equivocadas.
Se ha tomado cada vez más distancia de una interpretación de carácter histórico-eclesiástica que veía las series de siete como períodos históricamente identificables (por lo general se afirmaba que la Iglesia, en el presente, se encontraba en el sexto período). Y actualmente se propone más una especie de "método de recapitulación" que ve las respectivas series o imágenes sucesivas como repeticiones de las anteriores, o bien se concede a las imágenes su autonomía, sin relacionarlas a un determinado hecho histórico.
Permanente fascinación de esta obra
Ya muy temprano y hasta en tiempos recientes, muchos se han obstinado, a partir del número enigmático 666 y de los datos del capítulo 17, en interpretar la totalidad del libro en relación con el imperio romano y con los acontecimientos de entonces. Han buscado (y rebuscado), por la historia de las religiones, paralelos en mitos paganos, astrales, o en otros libros apocalípticos del judaísmo tardío. Todos esos métodos pueden arrojar (o pretenden arrojar) luz sobre ciertos pasajes parciales, pero ninguno ha podido dar una explicación coherente de toda la obra.
Lo mejor sería considerar esos caminos interpretativos como síntomas de la permanente fascinación que esta obra ha ejercido y ejerce sobre la Iglesia -y, con frecuencia, en ámbitos bien lejanos a ella- e interpretar las escenas y las imágenes dadas a partir de su contenido mismo, en la medida en que ellas lo permitan. Buscar entender su contenido total, su intención íntima en conjunto con el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Lo vemos como un catálogo de males, padecimientos, dolores y aflicción, pero no es así: se nos habla de los efectos del mal sobre la naturaleza humana, pero se nos muestra la victoria sobre estas calamidades. Se nos narra el gran combate entre el bien y el mal; y gana el bien.
El mal debe ser extraído
El libro es mucho más que la simple descripción de tres series de plagas, de las tres formas del mal y de la caída de Babilonia. Si nos fijamos detenidamente, hay una íntima relación entre lo que sucede en el cielo y lo que sucede en la tierra. Esto es algo muy significativo y decisivo para su composición.
Las tres series de siete castigos que se precipitan sobre el mundo están íntimamente vinculadas con la liturgia celeste: y ésta nunca se celebra según un sentimiento de venganza o de mera satisfacción, sino que en y detrás de ella se oculta el amor, amor que en el Apocalipsis permanece, por el momento, velado y latente.
En el Apocalipsis, el fuego santo desata aquellas plagas que han de purificar toda la tierra en vista de o por el Reino de Dios que está viniendo. Pero la ira de Dios significa en el Antiguo Testamento, y definitivamente, en el Nuevo Testamento esa determinación y resolución perfecta del Amor divino que no puede ni quiere hacer ninguna clase de compromiso con todo lo que contradice a su fuego purísimo. El mal, que ha corroído y se ha incrustado en el corazón de los hombres, debe ser extraído de ese corazón cueste lo que cueste y debe ser arrojado fuera del mundo.
Dios siempre es más grande
Esto nos dice que el Apocalipsis sólo puede ser leído e interpretado a la luz de toda la buena nueva de Cristo. Es imposible que el Espíritu que ha inspirado el Nuevo y Eterno Testamento se retracte, en el último libro, de lo que siempre ha revelado: que "Dios es amor". Pero muy bien puede ser que este libro haya sido incluido como conclusión de la Sagrada Escritura para que nosotros no creamos que ya sabemos qué es el amor y que podemos medir el fuego del amor de Dios según nuestras mediocres chispitas terrenas.
Esto tampoco significa, sin embargo, que el Apocalipsis sea una especie de teología negativa que anule y supere las afirmaciones positivas del Evangelio y de los escritos apostólicos como si fueran algo provisorio e insuficiente.
La Palabra se ha hecho definitivamente carne y el Cordero degollado está vivo por los siglos de los siglos. El amor del Dios trinitario permanece eternamente más grande e incomprensible que todo lo que nuestros conceptos pueden llegar a comprender. ¿Quién puede decir que ha comprendido cómo el abandono de Dios experimentado por el Crucificado, su grito '¿por qué?', imposible de responder, es precisamente la revelación del amor extremo del Dios Trinitario?
Y sin embargo, justamente en esa tiniebla se hace visible este Amor.
Irene Martín es directora de la Fundación Maior.