“La tradición histórica es el sufragio universal de los siglos contra el cual ninguna ley constitucional puede prevalecer”. Afirmaciones como ésta protagonizaban los impecables discursos de Juan Vázquez de Mella (1861-1928), católico de lucidez inefable, un siglo atrás. Arenga oportuna sobre el significado que debería tener un texto constitucional: la verdadera voluntad nacional. Si un país quiere tener una carta magna, tiene dos alternativas: apostar por el infame modelo del contrato social de Rousseau o por una constitución social basada en la tradición, defendida por hombres como Chesterton y Vázquez de Mella.
Los denominados padres de la Transición, que estos días copan portadas como si hubieran defendido a España en Lepanto, no quisieron a Dios en la Constitución del 78. Fue el gran ausente, por aquel entonces con la triste anuencia oficial del clero: quizá por exceso de generosidad, quizá por error de cálculo, la Iglesia perdió la partida por incomparecencia. La democracia iba a reemplazar a la tradición, en lugar de ser su alter ego, con el consumado fracaso político y espiritual del pueblo español que, cuarenta años después, se encuentra con una unidad fallida. Consecuencia lógica de querer subvertir los términos de las Sagradas Escrituras e intentar hacer pasar la carne por verbo.
Fue el último gran paso hacia la ateocracia española tejiéndose entre bambalinas un siglo atrás, aquella que denunciara Vázquez de Mella percibiendo que el vigor de la Iglesia iba paulatinamente perdiendo posiciones en la sociedad en favor de un estado liberal e irreligioso que le ganaba terreno. Él mismo nos recuerda que la historia de España no se puede escribir sin la Iglesia católica y todas las órdenes religiosas. Recuerda que esa historia, sin el concurso de la Iglesia católica, sería un auténtico erial.
El establecimiento de un Estado aconfesional para un país donde el catolicismo lo ha sido todo y que sigue siendo mayoritariamente católico fue una impostura jurídica de armas tomar en términos de representatividad del pueblo. La prueba empírica que desnuda semejante ilegitimidad es que en 1978 el noventa por ciento de los españoles se declaraban católicos. Se declaraba el Estado aconfesional teniendo en cuenta el voto popular, no así la verdadera soberanía, la voluntad nacional. Un texto constitucional pergeñado completamente de espaldas a la tradición, corriendo un tupido velo sobre la Historia de España, supuso un divorcio de sonrisa pletórica para los ganadores y forzada para los perdedores. Los transicionistas dejaban a España sin historia y sin el espíritu de la tradición, con un presente descabalgado de identidad y un futuro a merced de las mareas internacionales. Porque una democracia que amortaja la tradición convierte cualquier texto constitucional en un simple contrato, como esos legajos que firmaban en tropel las familias cuando pedían préstamos hipotecarios sin que nadie les explicara el enjuague que se avecinaba.
Causa perplejidad comprobar que el preámbulo de la constitución de países de raigambre católica de menos solera, como Irlanda, Polonia o Hungría, contiene una mención expresa a Jesucristo; o que democracias como Inglaterra, Dinamarca, Islandia, Grecia o Argentina son Estados confesionales. Allí no se olvidaron aún de que una constitución jurídica no es sino la legalización de una constitución social. Nada unió jamás a los españoles como el catolicismo. Todas las constituciones anteriores rezaron a Nuestro Señor. Obviarlo fue una deslealtad y el mayor de los pecados de la Constitución de 1978, porque, como bien dice Vázquez de Mella, la tradición histórica es el sufragio universal de los siglos.