Una de las preguntas que cualquier cristiano y especialmente los sacerdotes nos debemos hacer es ésta: ¿cuál es el núcleo del mensaje cristiano? Y la respuesta es: Dios, porque nos ama, se ha hecho hombre para salvarnos. El sentido de la vida humana es corresponder a ese amor que Dios nos tiene con nuestro amor, que hemos de hacer extensivo a los demás y a nosotros mismos, porque el amor es la vocación innata y fundamental de todo ser humano. Dios no nos deja abandonados a nuestra suerte sino que viene en nuestra ayuda con su Revelación, en la que nos comunica que nuestra máxima aspiración, la de ser felices siempre, es perfectamente realizable y por eso la consideramos evangelio, es decir buena noticia, que confiamos poder alcanzar con la ayuda de la gracia de Dios, que llega a nosotros de múltiples maneras, pero en especial por la oración y los sacramentos. Puede que nuestros métodos de marketing de la evangelización fallen, pero de lo que no cabe la menor duda es que el producto que vendemos, nada más ni nada menos que Cristo, es de primerísima calidad.
Decía el gran genio de la Propaganda nazi, el Dr. Goebbels, que una mentira cien veces repetida acaba siendo verdad, y eso lo han hecho los enemigos del Cristianismo cuando una y otra vez nos acusan de carcas, retrógrados y hasta de amargados. Y sin embargo, como le leí a un gran filósofo cristiano francés: «lo específico del cristiano es la esperanza». En cambio si examinamos lo que tratan de vendernos los no creyentes nos encontramos con que su producto es de lo más deletéreo: todo termina con la muerte, no hay un orden moral objetivo, por lo que el relativismo, el subjetivismo y el positivismo son los principios que hay que aplicar en nuestra sociedad y como todo está al servicio del placer, acabamos terminando en un estado totalitario en el que triunfa la cultura de la muerte, y, como se ve en España, el aborto resulta ser un derecho y puedo hacer lo que me dé la gana con mi vida afectivo sexual, incluida la corrupción de menores y la pederastia, sin olvidar la corrupción y la inutilidad económica que hace que los resultados de todo esto sea la destrucción de la familia y el fabricar pobres, a los que atiende la Iglesia, en obediencia a la voluntad de Cristo que indica que una de las señales de su predicación es que «los pobres son evangelizados» (Mt 11,5). La fuerza de voluntad, el dominio de sí, la entrega generosa, el amor que lleva a dedicar mi propia vida al servicio de los otros, son cosas sin sentido para estos no creyentes porque lo les que interesa es tener borregos y no ciudadanos, como se ve por los desastres que están haciendo en Educación.
Las consecuencias de la increencia son catastróficas y desde luego no conducen a la felicidad. Hay por tanto una diferencia abismal entre la concepción de la vida de los que somos creyentes y la de los que no lo son, aunque no olvidemos que no podemos incluir entre estos no creyentes aquéllos que tratan de obedecer honradamente a su conciencia, porque la diferencia principal entre una buena y una mala persona está en la obediencia o no a una conciencia que quiere hacer lo que es Bueno y Verdadero.
En cambio nosotros los sacerdotes y demás fieles cristianos, al dar a conocer a Jesucristo y su resurrección, al defender los valores objetivos y eternos, no sólo estamos buscando iluminar nuestra vida y la de aquéllos que no conocen a Cristo, sino que al querer el bien de los demás, trabajamos por la propia felicidad al llenar de sentido nuestra existencia. El sacerdote debe ser una persona con una gran ilusión, porque trabajamos con las dos realidades más maravillosas que hay: Dios y el ser humano, especialmente cuando realizamos los sacramentos de la Eucaristía, donde podemos alcanzar una gran intimidad con Dios, y el sacramento de la Penitencia, donde no sólo perdonamos los pecados, sino que podemos hacer un bien a nuestros penitentes que difícilmente se puede hacer en cualquier otro lugar. Es Dios quien va a hacernos felices, porque al acercarnos a Él a través del amor al prójimo (cf. 1 Jn 4,20), estamos buscando nuestro propio bien y felicidad, nuestra alegría. No nos extrañe por ello que san Pablo nos diga «Estad alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres» (Flp 4,4) y «estad siempre alegres» (1 Tes 5,16). Quien está cerca de Jesús, quien le permite vivir en su corazón, el que es consciente que Dios ha puesto en nosotros su confianza, aunque se pregunte como Dios ha podido contar con nosotros y no le quede más remedio que decir como Pedro «apártate de mí, que soy pecador», sabe que si bien hay una Pasión y Muerte, y aunque la Cruz sea una realidad en nuestra vida, la palabra final la tiene la Resurrección y la Vida Eterna feliz, y por ello vive lleno de fe y su consecuencia la alegría, porque «Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9,7), tanto más cuanto que sabe que está dedicando su vida a una causa que realmente vale la pena.