Una de las grandes celebraciones que tiene lugar durante junio, mes dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, es el nacimiento, el día 24, de aquel de quien Cristo afirmase: “Entre los nacidos de mujer no se ha aparecido nadie mayor que Juan el Bautista” (Mt 11, 11). El mismo que saltase de alegría en el vientre de su anciana madre, Isabel, a quien llamaban estéril, ante la presencia de Cristo en el vientre de la Virgen María, quedando en ese momento "lleno del Espíritu Santo” (Lc 1, 15).

Juan el Bautista, el último y el más grande de los profetas, enviado de Dios “para dar testimonio de la luz” (Jn 1, 8), prepara, como precursor de Cristo, el camino de aquel ante quien sabe “no ser digno de desatar la correa de su sandalia” (Jn 1, 27), y anuncia con gran humildad la llegada del Mesías: "Preciso es que Él crezca y que yo mengüe" (Jn 3, 30), para sellar, con su martirio, su testimonio de Quien es la Verdad, el Camino y la Vida.

Ya que, como relatan los evangelistas San Mateo (14, 3-11) y San Marcos (6, 17-28), Herodes había encarcelado al Bautista a causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con la que se había casado, pues Juan le había dicho: “No te es lícito tener la mujer de tu hermano”. Por ello, Herodías quería vengarse del Profeta y la ocasión llega cuando, en un banquete ofrecido por el cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías, Salomé, baila en honor del rey; agradándole tanto a éste que la anima a pedir lo que quiera, aun la mitad de su reino. Mas ella, aconsejada por su madre, pide la cabeza de Juan el Bautista. El rey, aunque entristecido, cumple su juramento y ordena al verdugo degollar a Juan y llevarle su cabeza en una bandeja, la cual le entrega a la muchacha y ésta, a su vez, la entrega a su madre.

Ante la imperante inmoralidad actual, cuando tantos crímenes e iniquidades se esconden y arropan bajo “nuevos derechos” al tiempo que la defensa del bien y la verdad se persigue bajo el llamado delito de odio, la historia de San Juan es un excelente ejemplo del rechazo, odio y persecución que se libra contra la verdad debido a que ésta, muchas veces, ofende, molesta e increpa.

De hecho, casi todos hemos experimentado lo incómoda que puede ser la verdad. En especial, cuando ésta señala algún defecto que no queremos reconocer o revela un pecado que no deseamos dejar. De ahí que, en un mundo que rechaza la ley divina, la verdad es silenciada y perseguida con gran ferocidad, y hasta con la “ley” en la mano, al tiempo que se maquillan errores, vicios y pecados a fin de tranquilizar las conciencias.

Por ello, a la vida humana en formación se la denomina "conjunto de células" y no se elimina al feto, se "interrumpe" un embarazo; a la fornicación se le llama amor libre y al adulterio, rehacer la vida; a los desvíos los llamamos "opciones" y a las escenas sexuales explícitas, arte erótico; secundar el pecado grave del hijo es prudencia y callar (o hasta animar) el pecado mortal del feligrés (en lugar de llamar a la conversión) es "acompañamiento pastoral".

Así nuestra sociedad, siguiendo los pasos de Herodes, persigue a quien se atreve, valerosamente, a reafirmar la perenne ley divina, pues como señalase San Agustín, “los hombres aman a la Verdad cuando ella ilumina, la odian cuando la misma reprueba. Aman a la Verdad cuando se descubre dentro de ellos, y la odian cuando los descubre a ellos”. El mundo que ha exaltado la libertad como valor absoluto ha olvidado que, no puede haber libertad donde se niega la Verdad, pues, como nos recuerda San Pablo, “nada podemos contra la verdad, sino por la verdad” (2 Cor 13, 8). Más aun, precisamente porque Cristo es la Verdad, toda mentira es una ofensa a Él y además, la mentira es la ruina del alma.

En un mundo en el cual se llama mal al bien y bien al mal, San Juan Bautista nos recuerda que, para ser fieles a Cristo, es necesario defender Sus enseñanzas, sin ocultar nada, ni para obtener beneficios, ni para evitar daños y aun a costa de grandes pérdidas y sacrificios. Su ejemplo ha sido seguido por innumerables mártires que han defendido la verdad al grado de preferir morir antes que aceptar convenios que les hubiesen salvado la vida. Como los primeros mártires, a quienes el imperio romano no les exigía renunciar a Cristom sino adorar, junto con Él, al César, a quien se negaron, de manera rotunda, a prenderle un incienso. Bien sabían que el error debe ser rechazado y la Verdad, que se guarda celosamente en el corazón, debe expresarse y defenderse, pues la fe se demuestra con las obras y, si no se vive conforme a lo que se cree, se acaba creyendo lo que se vive.

San Juan Bautista, la voz que clama en el desierto, nos invita a la penitencia y a la conversión para poder, humildemente, recibir la gracia de Cristo y su poder transformador, reconociendo que sin Él nada podemos hacer. Por ello, obremos con la libertad de los siervos de Dios, pues la salvación de muchas almas depende de ello, empezando por las nuestras. Y vivamos con la esperanza de que, como afirmase Santo Tomás de Aquino, “en la Pasión de Cristo vemos lo que debemos sufrir por la verdad, y en Su resurrección, lo que debemos esperar en la eternidad”.