La «ley Celáa» pretende reducir considerablemente las plazas en los colegios concertados; o sea, lograr mediante una progresiva asfixia económica la consunción de la escuela católica, que –en lo que aún tenga de católica– es la que la ideología sistémica considera peligrosa (pues al fondo de toda esta operación resplandece el azufroso odium fidei). Pero la escuela católica muere «por do más pecado había». Pues su calculada destrucción se inició hace ya cuarenta años, mediante la imposición de un régimen de conciertos, que fue la modalidad de soborno empleada para desvirtuarla. Gramsci nos enseña que, para alcanzar la hegemonía cultural, conviene primeramente debilitar las corrientes culturales adversas, para después imponerse sobre ellas. La escuela católica, hace cuarenta años, era todavía una fortaleza inexpugnable que no podía ser demolida de la noche a la mañana; pues, aunque ya muy debilitada, todavía subsistía una Iglesia con presencia actuante sobre las conciencias y sobre las instituciones sociales. Así, siguiendo el manual de instrucciones gramscianas para la construcción de identidades colectivas, se urdió una demolición progresiva, a modo de lenta carcoma, que domesticase a la escuela católica y propiciase su paulatina desnaturalización, mediante la intromisión sibilina en el ideario de los centros.
La escuela católica cayó en aquella trampa taimada. Poco a poco, para justificar su existencia y asegurarse el régimen de conciertos, la escuela católica tuvo que invocar la «demanda social», o el «ahorro» que suponía para las arcas públicas, o sus resultados académicos; argumentos, en fin, grimosos y puramente utilitarios, que nada tenían que ver con su naturaleza originaria. Y, entretanto, la estrategia gramsciana de neutralización de una corriente cultural adversa iba rindiendo sus frutos: se reformateaba la concepción de la familia, se estimulaba la religión erótica que favorece la infecundidad, se formaban mentalidades cada vez más refractarias a la presencia actuante de la Iglesia, poco a poco convertida en una sal que se vuelve sosa. En este sentido, resulta sumamente instructivo comprobar que un gran número –tal vez la mayoría– de líderes anticatólicos que durante las últimas décadas se han dedicado a combatir la identidad católica de España –en la política, en los medios de comunicación, en la cultura o en la empresa– se han formado en escuelas católicas.
Ahora, una vez domesticada la corriente cultural adversa, la ideología sistémica puede lanzarse sin rebozo al asalto de una fortaleza en ruinas. Y, siguiendo el manual de instrucciones gramscianas, se dispone a convertir (¡todavía más!) las escuelas en corruptorios oficiales, para que las nuevas generaciones sean plastilina dúctil en manos de los ingenieros sociales encargados de modelarlos según conviene a los aberrantes postulados sistémicos. Y, para distraer a los ilusos, se les arroja el macguffin de las «lenguas vehiculares», como si no se pudiese corromper en cualquier lengua.
Publicado en ABC.