En su prolijo ensayo Esquema de la Historia, Herbert George Wells se atrevía a dar respuesta a dos cuestiones ‘eternas’ que todavía hoy nos seguimos haciendo. Por un lado, afirmaba (en sintonía con las hipótesis científicas entonces de moda) que el hombre era el resultado aleatorio de la evolución; por otro, sostenía que Jesús fue un mero mortal, como también lo fueron Mahoma o Buda, fundadores de religiones que se habrían limitado a dar forma a un impulso humano que, para Wells, es quimérico y prescindible. Las tesis de Wells serían luego rebatidas por Chesterton en El hombre eterno, un libro magnífico –tal vez el mejor entre todos los suyos–, donde postula tesis tan subversivas para la época en que fue escrito como para la nuestra.
El hombre, según Chesterton, no es el fruto de una evolución, sino de una revolución. Y, para mejor explicar este aserto, nos lleva de la mano al interior de las cavernas que habitaron nuestros antepasados. Lo que encontramos en dichas cavernas –unas pinturas rupestres realizadas no sólo por la mano del hombre, sino por la mano de un verdadero artista– rebate esas hipótesis evolucionistas que lo enmarañan y complican todo para que no podamos comprender la verdad, la sencilla y escueta verdad. Aunque aceptemos las hipótesis evolucionistas, hemos de aceptar también que esas pinturas nunca las habría podido concebir ni realizar un animal. Podríamos fatigar el entero atlas, pero jamás encontraríamos una línea trazada con intención artística por la garra de un animal. Resulta chocante que los hombres de las cavernas, tan alejados de nosotros en el tiempo, sean al mismo tiempo tan cercanos a nosotros; y que bestias tan cercanas a nosotros en el tiempo, como el chimpancé o el gorila, sean a su vez tan lejanas. El arte es la firma del hombre, el rasgo exclusivo de su personalidad. El hombre –sostiene Chesterton– no puede ser considerado sino como una criatura independiente y singular respecto a las demás criaturas. Y la señal más evidente de su misteriosa singularidad, la prueba de que no es el producto de un mero continuo evolutivo, es el impulso artístico. El hombre es único y diferente del resto de animales porque es creador, además de criatura. La inteligencia humana no existía; y de pronto comenzó a existir, convirtiendo al hombre en un artista y distinguiéndolo de todos los animales.
Respecto a la naturaleza de Jesús… Chesterton nos propone que reparemos en un hecho evidente que se desprende de la lectura de los Evangelios. Nada le fastidiaba tanto a Jesús como hacer alarde de sus dotes sobrehumanas. Cuando se ve en la tesitura de demostrar su capacidad para obrar milagros, siempre se muestra reticente. Recordemos, por ejemplo, el pasaje de las bodas de Caná: cuando su Madre le solicita una intervención, Jesús trata de escaquearse: «Aún no ha llegado mi hora», responde, antes de ceder a la insistencia materna. Más tarde, una vez iniciada su vida pública, comprobaremos que su aversión al exhibicionismo se mantiene incólume; son con frecuencia sus seguidores quienes, después de muchos requerimientos, logran torcer su resistencia a obrar milagros (de hecho, el más portentoso de todos ellos, el de su propia Resurrección, decide culminarlo en secreto, y desvelárselo a unos pocos elegidos). Esta repugnancia al exhibicionismo revela, desde luego, al hombre de distinción intelectual; sin embargo, ese mismo hombre que esconde o sólo utiliza a regañadientes sus facultades milagrosas no tiene rebozo en repetir una y otra vez que es el Hijo de Dios, incluso cuando sabe que esta declaración puede costarle la vida. ¿Cómo puede explicarse esta contradicción? Cuanto mayor es la grandeza de un hombre, mayor es también su repugnancia a los alardes. Ningún gran hombre se atrevería a proclamarse Hijo de Dios; sólo los hombres ínfimos y los energúmenos pueden incurrir en semejante rapto de vanidad. No podríamos imaginar a Sócrates afirmando que es Hijo de Dios. Por el contrario, no nos sorprendería que cualquier tarado se atreviera a postularse como tal; los manicomios, de hecho, siempre han estado abarrotados de opositores a la divinidad. Sócrates, en medio de su vasta sabiduría, sólo sabía que no sabía nada; en cambio, un tarado como Calígula no tenía empacho en proclamar su naturaleza divina, y aun la de su caballo. Pero salta a la vista que el hombre que pronunció el Sermón de la Montaña y acuñó las más perdurables y hermosas parábolas no era un demente al estilo de Calígula. Entonces, ¿cómo explicar el desparpajo con el que se proclama repetidamente su filiación divina? Si no era un loco, ¿entonces qué era?
Publicado en XL Semanal.