En una emotiva homilía, pronunciada en el primer funeral de Estado por las víctimas del terremoto que destruyó la ciudad italiana de Amatrice, el obispo de esa diócesis confesó que le había dirigido a Dios esta pregunta desolada: "¿Y ahora qué hacemos?" Con todo el afecto que me suscitó tan enorme tragedia, quisiera sugerirle lo primero que conviene hacer en esos casos: explicar a los fieles desconcertados el verdadero sentido del “silencio de Dios”.

Tras la doble tragedia que golpeó a Japón en 2011, un periodista manifestó en un programa de radio: "Fueron horribles el terremoto y el tsunami. No lo entiendo, pero lo acato. Esta fue la voluntad de Dios. La acepto porque tengo fe". Esta declaración denota una buena actitud, pero convendría que llevara el apoyo de una explicación bien articulada.

Un día me confesó una joven que, durante varios años, tras la muerte de su madre, no pisó una iglesia ni pronunció una oración. En la niñez y la juventud había cultivado con fervor la vida religiosa. Se sentía acogida por Dios, y segura. Pero, a sus 18 años, vio un día con angustia que su madre se ponía gravemente enferma. Vivía sola con ella, y en ella encontraba afecto y amparo. No concebía la vida sin su presencia. Le confesó su angustia a su confesor, y éste, inspirado en la sentencia evangélica "pedid y recibiréis" (Mt 7, 7-11), le dijo, sin mayores matizaciones: "Reza y serás oída". A partir de ese momento, todo el ser de la joven se convirtió en plegaria. Día y noche, su pensamiento se dirigió, insistente y angustiada, al Señor de la vida y de la muerte. Todo su amor a Dios y su confianza se concentraron en sus ruegos. Pero su madre acabó sucumbiendo a la enfermedad. Una inmensa decepción se apoderó de su ánimo, y una especie de despecho contra lo divino la alejó de toda práctica religiosa. El silencio de Dios se abatió sobre su espíritu como una sombra maléfica y destructora.

Actualmente, son numerosos los escritores que preguntan si es posible aceptar a Dios y llevar una vida religiosa habiendo existido los campos de exterminio en Europa central y oriental. La terrible experiencia del escritor judío Elie Wiesel, recientemente fallecido, nos sigue sobrecogiendo todavía hoy: "A los quince años (...), Elie y su familia fueron arrojados al campo de Auschwitz. En la misma noche de su llegada, fue separado brutalmente de su madre y de sus hermanos. Ya nunca volvió a verlos. Habían empezado para Elie y su madre meses de horrores indescriptibles (...). Dos hechos marcaron para siempre su alma de adolescente excepcionalmente impresionable. En la primera noche, iluminada sólo por las llamas que salían de una alta chimenea, cuando Elie se encontraba aún bajo el choque tremendo de la separación de su madre, la columna de los deportados tuvo que pasar cerca de una fosa de donde subían 'llamas gigantescas'. Dentro se quemaba algo. Se acercó un camión a la fosa y arrojó su carga: 'Eran niños, eran bebés' (...). Y Wiesel comenta: 'Nunca olvidaré esta noche (…). Nunca olvidaré estas llamas que consumieron para siempre mi fe'" (Mary Testemalle: ¿Silencio o ausencia de Dios?, Studium, Madrid, 1975, págs. 16-17).

Ante experiencias semejantes, nos planteamos una y otra vez la pregunta decisiva: ¿está justificado el escándalo por el silencio que Dios parece guardar ante las desgracias que ocurren en la vida, sobre todo las que afectan a personas inocentes? Tener que presenciar, impotentes, el espectáculo siniestro de las crueldades cometidas con los hombres por sus mismos semejantes o por un destino adverso nos lleva a pensar que el mundo y la existencia humana carecen de sentido, son radicalmente "absurdos".

Seis ideas sobre el "silencio de Dios"

Para no vernos enfrentados a esta conclusión desoladora, celebraríamos sobremanera que tuvieran lugar golpes de efecto, por parte de Dios, que dejaran patente la conexión entre el carácter amoroso del Creador y la marcha de los acontecimientos en el mundo. Ello permitiría a los hombres palpar lo religioso, tocarlo, convertirlo en una experiencia cotidiana irrefutable. Todo parece llevarnos a la conclusión de que debemos arreglar nuestra vida por cuenta propia, en una soledad acosada por este viejo enigma: ¿tiene sentido una vida abrumada de dolores y abocada a la muerte?

A esta inquietante pregunta quisiéramos los creyentes dar una respuesta contundente, tan sencilla como clara e inapelable. Pero no puede ser sencilla porque la verdad es polifónica -en expresión de Romano Guardini-, aúna diversos elementos complementarios que hemos de conjugar cuidadosamente.

Para que el silencio de Dios ante nuestra angustia no consuma nuestra fe religiosa, debemos analizar si tiene algún sentido el ocultamiento divino. Para ello hemos de poner en relación varias ideas-madre, dejar que se enriquezcan mutuamente al formar un “círculo virtuoso” (véase mi libro La mirada profunda y el silencio de Dios, UFV, Madrid, 2019, págs. 339-417) y hagan surgir el sentido de lo que deseamos clarificar.

Tales ideas son las siguientes:

1. Dios quiere revelarnos su existencia, pero lo hace de forma velada para que no sea forzosa su aceptación, y seamos libres para aceptarla o rechazarla.

2. Por eso creó el mundo de tal forma que queramos explicarlo por leyes internas, de modo que nos parezca innecesaria una intervención divina y haga plausible una interpretación agnóstica del universo.

3. Jesús -en quien se realiza la revelación perfecta de Dios Padre- cumplió en silencio la voluntad del Padre, que pareció desoír su oración en el Huerto y dejarlo a su suerte.

4. Jesús, velando su divinidad -es decir, guardando silencio- dio la vida por amor; al hacerlo, nos reveló con toda claridad que Dios -en sus tres personas- nos ama hasta el extremo.

5. Este amor absoluto nos inspira una confianza absoluta en el Dios que guarda silencio. Tal confianza suscita en nosotros una fe firme, capaz de superar la amargura que nos produce pensar que no somos escuchados por el Altísimo. Entrevemos, así, que el silencio de Dios no implica indiferencia sino amor, un amor que respeta la libertad del ser amado y da la vida por él.

6. Este amor lo hizo palpable el Padre al resucitar Jesús a una vida nueva, transfigurada, invulnerable. La Resurrección de Jesús es la última palabra de Dios, ciertamente; pero es una palabra que cobra toda su fuerza expresiva al ser oída al mismo tiempo que los mensajes contenidos en las ideas anteriores.

Hagamos el esfuerzo de pensar esas seis grandes ideas en su interna conexión y veremos surgir el sentido del llamado “silencio de Dios”, pues bien sabemos que el sentido de un acontecimiento brota siempre en el contexto en que se da. Cuando ese sentido se alumbra en la mente, se descubre que el “silencio de Dios”, bien visto, no sólo no nos aleja de la fe cristiana, sino que nos lleva a admirar como nunca la figura del Jesús silente en el Pretorio y luego muerto y resucitado.

Confianza en Quien ha probado que nos ama

Entonces sí que obtenemos una respuesta luminosa y consoladora a la pregunta que al principio nos inquietaba: Dios ocultó, en parte, su inmenso poder al crear el universo, a fin de respetar nuestra libertad de aceptar su existencia o negarla. Jesús veló en buena medida su divinidad al tiempo que la revelaba. Quería evitar que se entendiera su condición mesiánica como una especie de poderío humano. No hizo jamás un milagro en beneficio propio, ni siquiera cuando era vejado en la cruz e instado a salvarse a sí mismo. Antes de la Pasión, pidió auxilio a su Padre y no obtuvo respuesta. Su reacción fue ofrecer su vida en aras de un amor incondicional.

Ahora entrevemos que, en los designios de Dios, el silencio humilde, el respeto de la libertad humana, el dolor y el amor incondicional están fecundamente vinculados. Dios ha querido siempre respetar nuestra libertad para conseguir que, al contemplar el ejemplo de Jesús, perfeccionemos nuestra libertad hasta convertirla en el poder de entregarnos al amor más exigente, el de dar la vida por los demás.

Al contemplar todo esto en conjunto, se alumbra en nuestro interior una gran luz, y vemos que entre el silencio de Dios y el ocultamiento de Jesús hay un lazo de unión muy fuerte: el amor en plenitud de Dios a los hombres. La contemplación de este amor suscita en nosotros una confianza sin límites. Y tal confianza inspira una fe inquebrantable, capaz de superar la decepción y la desconfianza que produce la sospecha de que no somos escuchados por el Altísimo.

"¿Cómo no vamos a darle un voto de confianza absoluta si vemos que ha llegado al amor máximo de entregarse a la muerte por nosotros?". Esta frase es de Javier Monserrat, autor de un libro que clarifica de modo convincente el enigmático tema del “silencio de Dios” (cf. Nuestra fe, BAC, Madrid, 1974).

A mis amigos de Valencia y alrededores dedico esta reflexión, con el deseo de que vierta algunas gotas de bálsamo en el tremendo golpe que acaba de trastornar sus vidas.

Frase para meditar: “Nuestro tiempo, a pesar de todo su escepticismo, anhela una interpretación de la vida diaria a partir de lo eterno” (Romano Guardini: Una ética para nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid, 1974, pág. 177).