Con macabro alborozo, la nueva ley sobre la eutanasia y el suicidio asistido ha sido recibida en las Cortes entre aplausos y vítores. La tramitación exprés en un asunto tan delicado se ha llevado a cabo, además, con un buen número de agravantes, desde la pandemia global que padecemos hasta el desprecio por la más que mejorable situación de los cuidados paliativos en España.
La eutanasia es siempre un crimen contra la vida humana, un acto intrínsecamente malo, en toda ocasión y circunstancia, pero no deja de ser significativo que, en un momento en el que ha de brillar la ética del cuidado (también para cuidar a los que cuidan), el Gobierno se convierta en adalid de la cultura de la muerte y meta en el charco a los médicos y demás personal sanitario, que habrían de ser, como en la inolvidable película de Berlanga, los atribulados verdugos. No es de extrañar que el personal haya salido en tromba desde los colegios profesionales a decir, mayoritariamente, que con ellos no cuenten, que el médico está para curar y para aliviar el dolor, cuando curar no sea posible.
Hay, ciertamente, enfermos incurables, pero no hay ninguno incuidable. Y esto no es solo una cuestión de fe – que también-, sino de recta razón, que la fe reconoce y estimula. Lean el Juramento Hipocrático que los médicos guardan (siglos V-III antes de Cristo), donde, entre otras cosas, se afirma: “A nadie daré, aun cuando me lo pida, medicamento mortal alguno, ni suministraré abortivo a ninguna mujer”. Dos pájaros de un tiro. Recientemente, el prestigioso centro de investigación en bioética The Hastings Center, de Nueva York, reunió a un amplio grupo de profesionales para reflexionar sobre los fines de la medicina. Entre los reconocidos destacan “la asistencia y curación de los enfermos, el cuidado de los que no pueden ser curados y la evitación de la muerte prematura”.
La cantinela de que la extensión de derechos para unos no supone la obligación para otros no resiste un análisis serio sobre lo sucedido en los escasos países que llevan mayor recorrido en el asunto. Además de introducir la sospecha en el paciente y de quebrar la relación de confianza que ha de mantener con quienes le atiendan en el hospital, lo cierto es que, a menudo, lo que comienza siendo una legislación más o menos restrictiva, termina por convertirse en un coladero, donde se torna insaciable la pretensión de convertir los propios deseos en leyes. Leíamos hace unos días que en Países Bajos se está planteando la posibilidad de que los mayores de 75 años puedan acogerse a la eutanasia sin necesidad de estar enfermos, simplemente porque consideren que ya “han completado su ciclo vital”. Pues eso.
En estas circunstancias, el derecho y el deber (moral) a la objeción de conciencia se presentan como termómetro de salud democrática para el Estado Derecho y como faro para cada uno de nosotros. Veremos de qué manera se desarrolla la objeción a la ley, porque sería muy preocupante que los objetores pasaran a formar parte de una suerte de lista negra y a ser estigmatizados personal y profesionalmente.
La objeción de conciencia es una cuestión esencialmente moral que tiene evidentes implicaciones jurídicas. Se trata de un derecho a resistir y a oponerse a los mandatos de la autoridad cuando contradicen los propios principios morales; un salvoconducto que no puede entenderse como una gracia del aparato del Estado, porque quien objeta no lo hace –habitualmente- a la ligera, sino por motivos de peso. Por eso mismo no es una dádiva, sino que debe ser protegida razonablemente por el Estado en la medida en que reconoce las libertades ideológica y religiosa (artículo 16 de la Constitución).
Es previsible que el personal sanitario se convierta en los próximos meses en protagonista de la objeción de conciencia, pero no debe entenderse como un asunto que le concierne solo a ellos. Apostar de forma valiente por la libertad es cuestión mayor que nos incumbe a todos, no se limita al estricto ejercicio del derecho como tal y puede rubricarse con gestos como oponerse a que te lleven a un hospital determinado, a que te trate alguna oveja negra de la familia médica, o decir explícitamente en el testamento vital que no queremos que se nos aplique la eutanasia.
La historia nos brinda numerosos casos de ejemplares resistentes en los más diversos ámbitos. Me conmueve, a modo de botón de muestra, el del protagonista de mi último libro: Franz Jägerstätter (1907-1948) y protagonista también de la reciente película de Terrence Malick, Vida oculta, que se negó a jurar a Hitler, no se abajó ante aquellos que solo pueden matar el cuerpo, y terminó decapitado por los nazis. Fue un campesino austríaco, de origen humilde, padre de tres hijas, que se quedó casi solo por aquel entonces, en nombre de su conciencia de católico, cuando todos le invitaban a que solventara la situación con un hipócrita gesto de adhesión a los dioses de barro del nacionalsocialismo. O Dios o Hilter, nadie puede servir a dos señores. Con qué nitidez brilla su discernimiento hoy en el juicio de la historia.
Cada momento nos coloca delante circunstancias distintas, evidentemente hoy muy diferentes a aquéllas, aunque sean bien conocidos la querencia nazi por la eugenesia y el denominado Proyecto T4, con el que diseñaron eliminar mediante la eutanasia a determinadas personas, en particular a aquellas que presentaban discapacidades mentales y físicas. Sin embargo, aún en circunstancias dispares, el ejemplo de Jägerstätter nos interpela de forma nueva, ahora que tal vez sea más probable que el deber de la objeción llame a nuestra puerta. Su vida nos ilumina al menos en dos aspectos que no pueden tener mayor vigencia: la unidad entre vida privada y vida pública, cuando tanto se usa la falacia de que poco tiene que ver, por ejemplo, la persona que nos gobierna con la de antes de ser presidente, y la discreción fecunda en tiempos que, en palabras del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, “ todo se mide en su valor de exposición”. Sin embargo, gestos elocuentes, objeciones en conciencia, vidas ocultas como las de Jägerstätter, beatificado en 2007 por Benedicto XVI, son decisivas en la urdimbre y en la trama de la historia.
La mencionada película concluye con esta impactante frase de George Eliot: “El creciente bien del mundo depende en parte de actos no históricos; que a ti y a mí las cosas no nos vayan tan mal como podrían haber ido, se debe, en parte, al número de los que vivieron fielmente una vida oculta, y descansan en tumbas no visitadas”. Toda una invitación a ser generosos, a discernir prudencialmente y a plantearnos, aquí y ahora, qué es lo que cada uno de nosotros puede hacer para que dentro de unos años a otros no les haya ido tan mal como podría haberles ido.
Publicado en El Mundo.
Isidro Catela es profesor de la Universidad Francisco de Vitoria y autor del libro Los que no juraron a Hitler (Ediciones Encuentro).