Hace algún tiempo unas religiosas de la Obra Misionera de Jesús y María me regalaron el epistolario de su fundadora, la beata zaragozana María Pilar Izquierdo Albero, La correspondencia de la Madre Pilar, que comprende más de quinientas cartas, es una interesante introducción a su espiritualidad. Padeció toda clase de sufrimientos físicos y morales a lo largo de una vida de treinta y nueve años y, sin embargo, ella repetía con frecuencia: “¡Dolor, almas, amor!”. La sociedad huye de las contrariedades, sean del tipo que sean, y reacciona ante ellas con la ira o con la tristeza. Aceptarlas suena a locura, pero un cristiano debe afrontarlas con la oración confiada en los brazos de su Padre Dios. Jesús también pudo sentirse abandonado, en Getsemaní o en el Calvario, pero al final dice: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”.
La Madre Pilar quedó paralítica, ciega y sorda, a causa de varios quistes por todo el cuerpo, y pasó más de diez años de su vida en una buhardilla del número 24 de la desaparecida calle Cerdán, que hoy se corresponde con el número 70 de la avenida César Augusto. Sorprendentemente curó de casi todas sus enfermedades tras recibir la comunión el 8 de diciembre de 1939 y a los pocos días marchó a Madrid para poner en marcha la institución de las Misioneras de Jesús y María, cuya primera y urgente labor sería atender a los pobres de la capital que vivían en el abandono y la miseria física y espiritual en los duros años de la posguerra. Los últimos seis años de vida de la Madre Pilar, que falleció en 1945 en San Sebastián, se caracterizaron por la incomprensión no solo de autoridades eclesiásticas sino también de sacerdotes y religiosas de la obra fundada. Estos padecimientos se unirán a sus enfermedades, agravadas por un cáncer que pondrá fin a su vida, pero su obra resurgirá en Logroño desde 1947.
Una de las principales destinatarias de la correspondencia de la Madre Pilar es la Hermana Matilde del Sagrado Corazón, del Carmelo de Burgos y natural de la localidad riojana de Cervera del Río Alhama, y con ella tendrá una especial confianza, ya que la Madre le relata en sus escritos las contradicciones internas de la Obra Misionera de Jesús y María, aunque siempre con suma delicadeza e intentando disculpar a quienes le hubieran hecho algún daño. El testimonio de la Hermana Matilde permite que podamos apreciar como Pilar Izquierdo, con la gracia divina, es capaz de convertir toda clase de penas y amarguras en goces y dulzuras. Era, como asegura esta religiosa, “una fortaleza bien templada en lo divino”.
Si para tratar a los santos hay que ir, en primer lugar, a la fuente de sus escritos, yo he querido también reflexionar sobre algunos pasajes de las cartas de la Madre Pilar a la Hermana Matilde, pues, más allá de las circunstancias histórico-temporales, son una ocasión de meditación cristiana. La Madre, en una carta fechada en octubre de 1938, cuando todavía estaba postrada en la buhardilla, escribe: “¿Para qué queremos más dicha, llevando por compañía a nuestro dulce Jesús? ¿Qué podremos temer? Aunque las espinas del camino se nos claven hasta destrozar nuestras carnes, no debemos gritar con dolor, sino sonreír con el corazón loco de amor a nuestro dulce Jesús y, unidas, prometámosle no separarnos jamás de su dulce compañía”. Se pueden ganar el mundo, y Dios, con una sonrisa, aun en las circunstancias más difíciles. La sonrisa nunca ha de ser un gesto forzado, pues sale de la profunda convicción de que Dios, ese Jesús que nos quiere tanto y ha dado su vida por nosotros, siempre está a nuestro lado.
Esa convicción es, ante todo, un fruto de la humildad, que Santa Teresa define como andar en verdad. Sobre este particular, la Madre Pilar vuelve a escribir desde la buhardilla en una fiesta mariana, la del 15 de agosto de 1939: “¡Qué fuente tan atrayente es la humildad! No olvides que la humildad ha sido siempre la fecundísima cosecha de méritos y virtudes verdaderamente espléndida, pues ha sido el principio vital de la vida interior de todos los santos y almas escogidas, de esas existencias oscuras, pero a los ojos de Dios y de sus ángeles brillantísima y deslumbradora, por encerrarse entre sus sombras lo más grande y sublime que tiene el amor, que es el anonadamiento propio”. Aunque algunos crean que humildad es sinónimo de debilidad, habría que recordarles que es sinónimo de fortaleza y de fe. El secreto no es otro que el de apoyarse en Dios, que vence, tarde o temprano, los obstáculos. No somos nosotros, que a veces nos gusta cubrirnos con plumas ajenas, los que marcamos la trayectoria de nuestra vida. Lo hace Dios. La humildad consiste en reconocerlo y dejarse llevar de su mano.
Ya en Madrid, el 6 de febrero de 1942, la Madre Pilar escribe a su amiga Matilde: “¡Si vieras qué vergüenza, pero qué vergüenza me toca pasar al ir por embajadas, gobernadores, alcaldes, etc., etc.! Esto me cuesta más que tener que curar a mis pobrecitos enfermos, putrefactos de tanta podredumbre. Sus olores me hacen feliz. En cambio, la atmósfera de esos sitios hacen sufrir muchísimo a mi pobre corazón. Sus atenciones (que, gracias a nuestro buen Jesús, me reciben muy bien), son pinchazos que pinchan con más dolor. En una palabra, amada mía, mis niños, mis enfermitos y las almas rebeldes me hacen vivir en un cielo tan celestial, que todo el sufrir se me hace poco y sólo el sufrir me hace gozar”. La mujer de tantos años de vida contemplativa tiene que salir ahora a la calle para ir al encuentro de los poderosos para así ayudar a sus pobres y enfermos. En los lugares en que habita toda clase de miseria cuesta mucho estar al principio. Los necesitados no siempre reciben bien a quienes les ayudan. Ha de actuar aquí la humildad y el ejercicio de la paciencia para ganar esos corazones, pero una vez ganados se descubre que la auténtica felicidad está en el servicio a los demás. El verdadero poder está en el servicio, dice el Papa Francisco. Paradójicamente lo que más cuesta a la Madre Pilar es frecuentar los centros de poder, político o económico. ¿Quién no se sentiría halagado si le invitaran a esos lugares con frecuencia? Pero la Madre no pierde de vista el fin último: sus queridos pobres y enfermos. Se debe a ellos, imagen de Cristo, y no a las cambiantes bambalinas del poder.
No agotamos una rica correspondencia, pero vamos a la carta fechada en Burgos el 1 de febrero de 1944: “¡Qué verdad es, mi amada Matilde, que el amor se consagra al amor sin reserva y siempre sediento de más amor! Así está todo tu ser; en todo sólo tienes un deseo: amar… amar sin medida al Amor de nuestros amores”. Una en la vida activa, sin dejar de ser contemplativa, y otra, contemplativa que es activa, pues no abandona las intenciones a ella confiadas. Pilar y Matilde tienen la mirada fija en el Amor de los amores.
Publicado en la revista El Pilar, noviembre de 2018.