Días antes de las elecciones en Estados Unidos, escribía el ex nuncio Carlo Viganò una carta abierta al presidente Donald Trump, en la que le imploraba continuar batiéndose contra el globalismo protervo y toda la soldadesca de lacayos desaprensivos que le hacen la corte. Viganò dejaba bendecido a Donald Trump, temiendo lo que unos días después ocurriría en los comicios de Estados Unidos.
Algo poderosamente llamativo ha habido en la adhesión mayoritaria de los católicos a la causa trumpista tanto en las urnas como en las redes sociales. Huelga decir que Trump no es ni mucho menos un modelo de pulcritud y ascetismo, pese a lo conocido de su fe cristiana. Alguien como Trump puede ser visto de dos maneras no excluyentes. Por un lado, despunta el epítome fanfarrón del sueño americano y por otro lado deja un halo de pecador confeso que, ya de vuelta, conoce por avatares propios y ajenos cómo se las gastan la vida y la miseria de los hombres.
Cuando John Henry Newman trata en su Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana acerca de los desarrollos verdaderos y las corrupciones, entrega una lección filosófica magistral a todo buscador de certezas. Una verdad de verdades puede aportar claves a la gran guerra antropológica en la que la humanidad anda inmersa, cuyo principal frente sin duda es América.
El cardenal Newman disertaba en su obra sobre las nociones de Unidad de Tipo y Corrupción. Tomaba a la primera como la que caracteriza a los desarrollos verdaderos, y a la segunda por la desarticulación de la vida y por ende la perversión de la verdad. Para Newman no existe corrupción si una idea conserva la unidad de tipo. La unidad de tipo de la Creación por antonomasia no es otra que el hombre: la única unidad de tipo con licencia para tomar decisiones allende a lo meramente natural y para corromperse negándose a seguir el desarrollo verdadero de su ser. También enseña Newman que “las ideas pueden permanecer las mismas incluso cuando las expresiones resulten extraordinariamente variadas“. Esto es especialmente interesante para el caso que nos ocupa, pues Trump no es el paradigma de la rectitud, la abnegación o el ascetismo, pero en su condición de pecador con una trayectoria un tanto calavera defiende la continuidad del hombre común.
La pugna de Trump contra el globalismo y sus mariacheros no se funda solo en el bien de sostener la etopeya de la América profunda (primera idea tipo defendida por Trump), sino más aún si cabe en la defensa a ultranza de la etopeya de la raza humana tal cual la conocemos (segunda idea tipo defendida). Ambos principios son inasumibles por la plutocracia degenerada y toda su cuadrilla de lacayos desaprensivos, que a la primera de cambio no han tardado en intentar echar las redes a la Casa Blanca colocando a uno de sus figurantes en primera línea.
Durante cuatro años Donald Trump ha dado mala vida al globalismo, y el americano celoso de su mundo y renuente a la domesticación globalista se lo ha agradecido con creces. Ha hallado en él al castigador de las élites que han propalado la ruptura con la idea tipo del hombre usando toda una batería de aberraciones antropológicas imperdonables. Trump ha capitaneado al americano común en una contienda que no es cualquier cosa: el hombre frente a la degeneración rampante, el primitivismo combativo frente a la falsía, la manipulación, y el fraude, el temor de Dios frente a la religión sin Dios, la unidad de tipo frente a la corrupción, la defensa del hombre común frente a su desarticulación.
El arzobispo Viganó sabía lo que le pedía al presidente de los Estados Unidos al recordarle su posición y calificarle nada menos que de “instrumento de la Divina Providencia“. Y es que los heterodoxos también defienden causas universales. Lo notaba Newman al advertirnos de que un millonario un tanto calaverón puede liderar la férrea defensa del hombre tal como su Creador lo lanzó al mundo. Continúe o no Trump en la Casa Blanca, la gran guerra seguirá su curso, pero aunque solo sea por los servicios prestados al hombre común y por iluminar la filosofía premonitoria de Newman, bien merece el reconocimiento de castigador del globalismo. Gracias, Donald.