“La existencia del ser al que llamamos ‘Dios’ constituye un antiguo rumor que se resiste a ser acallado. Ese ser no es un fragmento del mundo. Más bien sería causa y origen del universo. Con todo, forma parte del rumor el hecho de que en ese mundo descubrimos rastros de ese origen, lo cual viene a respaldar la fuerza del rumor. Tal es la única razón por la que se oyen tantas cosas acerca de Dios”. Así escribía en 2007 Robert Spaemann (1927-2018), el gran filósofo alemán que el lunes dejó esta tierra en pos de esa promesa, en su libro El rumor inmortal. La cuestión sobre Dios y la ilusión de la modernidad.
Es una de esas frases del profesor de Múnich (quien en 1968 había sustituido en Heidelberg a Hans-Georg Gadamer) que echaremos de menos, porque en ellas se podía hallar, en la verdad, el encuentro de la razón con la fe, lo que también nos permite comprender el porqué de tanta afinidad y estima entre él y Benedicto XVI.
Spaemann fue tal vez el último gran filósofo católico. No digo cristiano, digo católico. Su obra es una gran crítica a la modernidad con la finalidad de reconstruir el saber después de la oscuridad, y la vida después de la muerte: una crítica que hace una auténtica apología de la posibilidad de que, en la verdad, la razón y la fe se encuentren a todos los niveles.
Criticó y superó todas las contradicciones de la modernidad, de la cual se había ocupado desde 1959 en Der Ursprung der Soziologie aus dem Geist der Restauration. Studien über L. G. A. de Bonald [El origen de la sociología desde el espíritu de la restauración. Estudios sobre L.G.A. de Bonald]:
-su negación de la naturaleza, por ejemplo, en el libro Rousseau: ciudadano sin patria (1980), donde denuncia el engaño de la utopía;
-su negación filosófica y religiosa del pecado original, también en El rumor inmortal (2005);
-su relativismo moral y la ética “hecha por uno mismo” de la conciencia libertaria, en Ética: cuestiones fundamentales (1982);
-su antifinalismo, esto es, la negación de que las cosas no solo son impulsadas desde detrás, sino también atraídas desde delante por un fin que les da sentido, en Die Frage Wozu? Geschichte und Wiederentdeckung des teleologischen Denkens [La pregunta ¿Para qué? Historia y redescubrimiento del pensamiento teleológico] (1981);
-el aislamiento y la aniquilación de la persona en Personas. Acerca de la distinción entre "algo" y "alguien" (1996).
Tras la elección de Benedicto XVI resultó patente que sus perspectivas se encontraban. En la lectio de Ratisbona/Regensburg (2006) del Papa Benedicto se pueden encontrar muchas ideas del pensamiento de Spaemann. “Inevitablemente, la verdad es intolerante. La tolerancia no puede ser hacia el error, sino solo hacia quien yerra”: así escribió Spaemann en el ensayo “Benedicto XVI y la luz de la razón” publicado, después de Ratisbona y de las polémicas que suscitó, en la obra colectiva de 2007 Dios salve la razón.
La tolerancia con todo y con todos típica de la presente fase terminal del pensamiento moderno se hace intolerante precisamente cuando niega y combate la intolerancia de la verdad, sin la cual, sin embargo, no puede fundamentarse ni siquiera la verdad de esa indiscutible tolerancia. Para negar el dogma hay que ser dogmático.
De esta forma, el pensamiento queda condenado a muerte, pues -señala Spaemann con agudeza- ¿cómo sabe el hombre que le resulta imposible ir más allá de sí mismo, como se dice hoy? Para saber si el hombre es incapaz de la verdad hay que haber trascendido ya el espacio de la conciencia y haber tenido ya acceso a la verdad. Con destellos de esta clase, Spaemann ofrecía a sus lectores la alegría intelectual y la confianza de que, con la mirada apropiada, todo tiene un sentido.
En los últimos tiempos, al agravarse numerosas cuestiones problemáticas dentro y fuera de la Iglesia, Spaemann había intervenido sobre grandes temas de actualidad, como Europa, la liturgia o la Iglesia del pontificado del Papa Francisco.
Él veía a Europa prisionera del “nihilismo débil”: “Ningún pastor y ningún rebaño. Todos quieren lo mismo. Cada uno es igual al otro. Quien piensa de otra manera termina yendo voluntariamente al manicomio… A esto hoy se le llama ‘liberalismo’, y este liberalismo tiene dispuesto un vocablo intimidatorio para todo aquello que no se le somete: ‘Fundamentalismo’. Fundamentalista es todo aquel que toma en serio algo que le parece no estar completamente a su disposición”.
La ilusoria autoafirmación del nihilismo débil tiene necesidad de acabar con el sacrificio del Gólgota que se renueva sobre el altar: “Habría que reflexionar”, escribía en 1991, “por qué, a partir de los años 60, fue desechado rápida y completamente”. De ahí la necesidad de “restaurar una celebración de la misa en donde brote de forma inequívoca su carácter de Misterio, de sacrificio y de oración… La forma principal de hacerlo es restaurar la orientación común, de modo que confluyan la oración del sacerdote y la del pueblo. La difusión generalizada del llamado altar del pueblo anula la diferencia entre el altar y el púlpito. Y cuando el micrófono se pone sobre el altar, se tiene casi inevitablemente la impresión de que el sacerdote sea un animateur [animador]”.
Más recientemente, tras la publicación de Amoris Laetitia (2015), Spaemann intervino muy duramente sobre la exhortación apostólica. La falta de respuesta por parte del Papa a los Dubia de los cuatro cardenales le llenó de “una gran preocupación” porque sin ella “el magisterio supremo se hunde”. En abril de 2016, en una entrevista en Herder Korrespondenz, Spaemann previó las consecuencias: “Incertidumbre y confusión, desde las conferencias episcopales hasta el párroco de la selva”. Y una afirmación inquietante: “El Papa debería haber sabido que un paso semejante iba a romper la Iglesia, abocándola a un cisma que no tendría lugar en la periferia, sino en el corazón mismo de la Iglesia”.
¿Podía esperarse algo diferente de alguien que había afirmado que “la verdad inevitablemente es intolerante… La tolerancia no puede ser hacia el error, sino solo hacia quien yerra”?
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
(*) El título del artículo juega, en español como en el original italiano, con el doble sentido de la palabra "adiós" como despedida y como ir "a Dios".
Traducción de Carmelo López-Arias.