Ocupaban el primer banco. Sus piernas de niños y niñas aún de pocos años se bandeaban colganderas al sentarse. No perdían ripio de cuanto allí sucedía clavando su mirada en mi atuendo de obispo. La mitra y el báculo les llamaba la atención y algo comentaban entre ellos al verme salir de la sacristía hasta el altar. Apenas habían terminado el “cate” hacía unos minutos, y participaban en la Misa junto a sus catequistas que los preparaban para la primera Comunión. Tras el Evangelio, yo hice una pregunta. Porque Jesús decía algo tan revolucionario como que había que amar a los enemigos, rezar por los que nos maldicen y calumnian, dar la túnica a quien se ha quedado con nuestra capa, no reclamar al que habíamos prestado algo. Mi pregunta era si ellos pensaban que la gente hoy vive así. Y todos me respondieron que no. Me resultó fácil entonces poner algunos ejemplos de nuestro mundo, en los que yo les daba la razón.
El difícil momento que vive Venezuela en manos de un tirano ignorante que subyuga a su pueblo desde el populismo marxista con intereses corruptos en el narcotráfico más terrible, era un botón de muestra demasiado palmario y actual. Niños como ellos que morían sencillamente de hambre. Personas que agonizaban por no tener acceso a lo más elemental del cuidado sanitario y de las medicinas básicas. Jóvenes acribillados por las balas de la impune indiferencia y de las órdenes de los matarifes en el poder. Todo un espectro de dolor que te dice y restriega que nuestro mundo está enfermo, que no aprende de sus errores y que repite los horrores que han sembrado de sangre tantos siglos de nuestra historia humana. A ese ventanal de una tragedia, podríamos añadir otras tantas si nos asomamos a ciertos ruedos políticos donde se lidian las mentiras maquilladas, donde se venden las razones de Estado cuando sólo hay codicia de poder y avidez por las poltronas. Y así podríamos ir señalando tantas sombras negras que nos roban la esperanza y presentan como insólito y revolucionario ese Evangelio de Jesús con el que Él explica su programa de las bienaventuranzas.
¿Qué hacemos entonces? Los adultos estaban impávidos. No estaban acostumbrados a un diálogo con niños que les dejara a ellos tantas cuestiones a flor de piel, como si lo que yo hablaba con los pequeños pusiese en evidencia las cuitas, las heridas, las incoherencias, las grandes preguntas sin resolver. Por eso, yo seguía con aquellos niños y niñas dibujando en color pastel, sobre una lámina o en agua fuerte sobre plancha de cinc, esos trazos gruesos de un mundo complicado, inacabado, contradictorio, y tantas veces inhumano. Entonces les conté la anécdota de Santa Teresa de Calcuta.
Resulta que algún bienhechor adinerado se quejaba ante la Madre Teresa de lo mal que iba el mundo, de lo difícil que resultaría cambiarlo, de cómo la humanidad era el continuo desmentido de un proyecto de amor divino que nuestros egoísmos habían frustrado. Ante aquella visión de pesimismo realista, la Madre Teresa le dijo: comience por su propio corazón, siga luego con su familia en el propio hogar, continúe con su ámbito de trabajo y con su círculo de amigos. En todos esos “lugares” ponga Vd. amor, ternura, perdón, esperanza, fe, misericordia, belleza, paz… Entonces habrá un rincón de la tierra y un trozo de nuestro mundo en donde el Evangelio de Cristo lucirá como una estrella, arderá como una llama, curará como un bálsamo, y cantará como una alabanza.
Era toda una lección de humanidad cristiana. Aquellos niños marcharon convencidos de la iglesia parroquial con la inmensa tarea de cambiar el mundo comenzando por ellos mismos. Es lo que el Evangelio pedía y lo que Santa Teresa de Calcuta propuso. La verdadera revolución es así de concreta y así de realista.
Publicado en Iglesia de Asturias.