El intento de salpicar al Papa Benedicto XVI con los abusos sexuales producidos en el pasado en Alemania, mediante el acopio mal intencionado de fechas, de parentescos y de lejanas coincidencias, no por totalmente falto de veracidad y fracasado en su empeño debiera hacernos menospreciar el fenómeno creciente de la calumnia contra la Iglesia: Por el contrario, es de sobra conocido que la orquestación planetaria de esta campaña de grandes medios se inscribe dentro de un programa más amplio para erosionar el prestigio de la Iglesia y su enorme autoridad moral. Dentro de este programa, instigado por aquellos poderes mundiales que ven en la Iglesia Católica – y más concretamente en la Sede de Pedro – un obstáculo irreductible para sus propósitos, la consigna de jalear sin tregua los casos de pederastia atribuibles a personas consagradas ocupa un lugar preferente debido a su impacto escandaloso.
 
Algunos españoles hemos escuchado, atónitos, el noticiario de una importante cadena de tv que, después de anunciar maliciosamente «el hermano del Papa acusado de abusos» dejaba transcurrir un tiempo calculado, antes de aclarar que los presuntos abusos se reducían al bofetón propinado a un miembro descarado del coro, buscando sugerir mediante el lapso, debido al contexto, la peor de las interpretaciones. Cuando llegaba la aclaración, al final de una profusa relación de historias tan tristes como pasadas, ya habían conseguido inocular el veneno en miles de espectadores: «A mí no me extraña nada, todos son iguales...»
 
Surgía así, inevitable, el denuesto propio de falsas sensibilidades creadas por consumo de la mentira. De mentes avasalladas sin saberlo por una presión psicológica destinada a debilitarles el criterio. De espíritus, en suma, marcados prematuramente con el sello in frontis de la cultura icónica (Ap 13, 1516)
 
Sin embargo, el ensañamiento desmedido de esta campaña contra el Papa tiene alguna otra lectura complementaria:
 
En primer lugar, rescatando el refrán de ladran luego cabalgamos, se impone la consideración de que «algo» muy importante tiene este Papa, Benedicto XVI, cuando la poderosa maquinaria de la teosofía plutocrática se ve obligada a perseguirle sin tregua y de manera tan abrupta... Las expectativas más o menos rigurosas de una sociología religiosa poco amiga de revisar sus conjeturas pueden ser llamadas a capítulo, a la vista de esta furia creciente. Ella traiciona inmensa irritación ante el repunte, reposado, pero continuo, de la influencia católica en varias sociedades como la alemana, que se tenían por irrecuperables: Benedicto XVI sabe lo que hace y lo hace mejor que bien. El sabio exégeta y hermeneuta que nos ha obligado a profundizar en la enseñanza de Jesús de Nazaret, consiguiendo reflexiones que no casaban precisamente con nuestra concepción un tanto encorsetada, bien puede, además, comprometer el diagnóstico de la presunta fragilidad del vínculo (Za 11,14) fundado, al fin y al cabo, sobre interpretaciones sujetas a los cambios que la santidad de la Iglesia alcanza. La precisión de las Escrituras se aviene providencialmente – y ello es parte del misterio divino – con el juego imprevisible de nuestra libertad.
 
Hay un tipo de santidad humilde, poco amiga de alardes escénicos, que se acredita en el día a día con el cumplimiento del trabajo y el abrazo íntimo de la cruz. El peso de la responsabilidad puede hacerse insoportable, tanto como el peor sufrimiento físico. Cuando tal responsabilidad es suprema, el peso también es supremo y resulta difícil encontrar cirineos que puedan o sepan compartirlo... Es el caso del Papa Ratzinger, que lleva su procesión por dentro con admirable dignidad; que ofrece además, sin alarde, la aportación preciosa de su capacidad intelectual como un servicio suplementario. Un servicio tan valioso que algunas de sus obras contribuirán decisivamente para allanar el camino de conversiones de alcance escatológico. Benedicto XVI gobierna desde el máximo equilibrio del rigor, sin dejarse arrastrar por ningún tipo de presiones y perfectamente consciente de su margen de maniobra. Tomás de Aquino tenía este tipo de santidad, deudora de la reflexión y de la pluma, pero él nunca sintió sobre sus hombros todo el peso de la historia cristiana culminante.
 
Para apreciar la obra de gobierno de este Papa germánico – germánico en el sentido más noble de la palabra, no en el de Menéndez Pelayo – hay que verle dirigiéndose fraternalmente al colegio episcopal para explicar el sentido de un acto de perdón. Verle innovando estructuras pastorales, para acoger buenas voluntades y cerrar heridas supurantes durante siglos. Verle capear borrascas sin apear la sonrisa, entre los editoriales de The Guardian, las inclemencias de Alberto Melloni, las incoherencias de Hans Küng y las vanidades tan poco jesuitas de Carlo María Martini. Cualquier observador imparcial se quedaría asombrado del derroche de autoridad y señorío de este Vicario de Cristo, hombre al fin. Se hace imposible no ver la asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia cuando la cátedra romana acumula toda la experiencia y ciencia necesarias para rebatir, punto por punto, los alegatos muñidos en los talleres de adaptación neo-modernista al mundo.
 
Tampoco creamos que desde el extremo tradicionalista le facilitan las cosas: La hermandad cismática se encastilla en pretensiones de un «tú a tú» que revelan un substrato de soberbia capaz de anular cualquier dudosa ortodoxia justificante. Sus prófugos, como el patético Floriano Abrahamowicz quemando públicamente las actas del Vaticano II, nos muestran el último nivel esperpéntico de la «coherencia» integrista. Cuando critican desde una arrogante «ortodoxia» sus visitas a la Sinagoga o al templo luterano de Roma, hacen patente la enorme distancia en conocimiento del Evangelio que les separa del pontífice: Su unicidad desprovista de amor difícilmente podría invocar el sentido recto de la Fe, ni tampoco una cristología tomista, contra el autor de la Dominus Iesus, que precisamente combate el indiferentismo desde la plenitud del Evangelio. Cuando el Papa sale al encuentro del hermano con el que se está enfrentado para buscar la reconciliación [1] está en realidad ejercitando la radicalidad de la justicia ante Dios. Por el contrario, la ofuscación en la denuncia de un sincretismo inexistente contribuye eficazmente a extender la confusión. Una confusión que, gracias a Dios, afecta poco a un pueblo cristiano que confía plenamente en el ministerio petrino, por sentido genuino de la fe. La confianza en la cátedra romana adquiere así un significado nuevo, de plenitud histórica acompasada a la realidad teológica de nuestro tiempo. Benedicto XVI sujeta con firmeza el timón de la Barca en medio de remolinos de confusión sin precedentes, y hay que reconocer que no se lo facilitan mucho algunos personajes eclesiásticos, que deberían secundarle sin fisuras, y en cambio prodigan visitas inoportunas y declaraciones aun más inoportunas.
 
Este Papa, definitivamente, tiene «algo» muy personal, además de esa especial asistencia del Espíritu Santo propia de su misión. Quizá pueda aventurarse que ese «algo» tiene que ver con cierta sublimación de la razón, de la potestad intelectiva del espíritu, vivificada como en contadas ocasiones por el fuego de la Caridad. Esta razón, llevada a su plenitud operativa en Jesucristo, es probablemente la que hace de Benedicto XVI un baluarte que los enemigos de la Iglesia y del hombre nunca llegaron a prevenir.
 
En segundo lugar, la misión del Vicario de Jesucristo de confortar a sus hermanos en la Fe se revela en este momento histórico en toda su importancia. El pueblo cristiano, acosado desde la cultura dominante en todo el planeta y sometido en muchos lugares a persecución violenta, se vuelve hoy hacia Roma con la mirada llena de confianza: En nuestros corazones late la sentencia evangélica de que las puertas del infierno no prevalecerán contra la roca de Pedro (Mt 16, 18) súplica muda elevada al Dueño de la Historia. Súplica confiada y persistente. Como ayer Juan Pablo II, repetimos sin cesar un ruego intencionado: «Señor, que se muestre más fuerte la obra de tu Redención» [2] sabiendo ahora cercano el momento de meditar esa obra suprema del Amor en toda su eficacia, por encima de todas las apariencias previsibles y a pesar de cuantos sinsabores conlleve la Pasión actual de la Iglesia.
 
 
 


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