Los tecnólatras (o sea, el común de las gentes) postulan que la tecnología es 'neutra' y que, 'bien utilizada', facilita y mejora nuestra vida. Pero lo cierto es que la tecnología nunca es 'neutral', siempre toma partido; y su 'partido' consiste en rapiñar una parte de nuestra vida, a veces de forma áspera y violenta, otras veces de forma meliflua e indolora, vaciándola de sustancia. Hay una ley biológica infalible que nos advierte que, a medida que disminuye lo vivo, aumenta lo automático.
Esta rapiña insidiosa y apenas perceptible se advierte, por ejemplo, en el abandono del género epistolar. Durante siglos, las personas escribieron cartas para que su intimidad entablase coloquio con la intimidad de una persona querida; y ese coloquio de intimidades creaba un clima espiritual único, de tal modo que las dos personas implicadas pulían facetas de su mundo interior y se mutuamente descubrían continentes ignotos de sus almas (que, sin embargo, seguían permaneciendo ignotos para el resto de los mortales). Y esa exploración recíproca creaba un lazo eterno entre esas dos personas; pues, independientemente de que su coloquio cesase en algún momento del futuro, las cartas que se habían cruzado en el pasado lo eternizaban.
He empleado los últimos años de mi vida en reconstruir la biografía de una escritora olvidada, una mujer que abandonó el mundo de puntillas. Y tal reconstrucción habría resultado por completo imposible si no hubiese logrado rescatar en decenas de archivos privados repartidos por todo el mundo cartas que esa mujer escribió en sus momentos de mayor desolación y entusiasmo, desaliento y esperanza, a personas con las que en un momento determinado entabló coloquio de intimidades. Sobrecoge asomarse a una carta que ha sido escrita muchos años atrás y descubrir que el temblor con el que fueron redactadas sus líneas –el temblor de una emoción recién nacida– se mantiene intacto tanto tiempo después; sobrecoge que el clima espiritual creado por el coloquio de dos intimidades se conserve en esos renglones que fueron escritos para otra persona, sólo para ella, exclusivamente para ella, y que, sin embargo, al ser leídos muchos años después, logran captar por completo nuestra alma, como si aquel clima espiritual resucitase en otra época (la nuestra) y en otra persona por completo ajena (nosotros mismos), que de este modo quedan atrapadas dentro de su campo magnético.
La Historia nunca logra designar lo que más entrañablemente conmovió a las personas que nos precedieron. Esa intrahistoria humana, esa urdimbre de emociones y pensamientos, de anhelos y pasiones fugaces, sólo es contemplada por Dios; y, para nosotros pasa inadvertida, salvo que quede consignada en las cuartillas de una carta. La tecnología nos permitió dejar de escribir cartas, brindándonos la golosina de la inmediatez, para que pudiésemos transmitir en apenas un instante y con mucho menos esfuerzo mensajes cada vez más nerviosos y simples a personas distantes en el espacio. Pero, al dejar de escribir cartas, al sustituirlas por conversaciones telefónicas o por mensajes instantáneos, ese coloquio de intimidades que se entablaba en el papel se fue erosionando, amustiando y pudriendo, hasta que se tornó imposible la creación de aquellos climas espirituales que favorecía la correspondencia con un amigo querido, con una mujer amada, con un maestro admirado. Sin que lo advirtiéramos, la tecnología fue vaciando ese aspecto de nuestra vida, hasta dejarnos por completo huérfanos de él. Así, al dejar de escribir cartas, renunciamos a una parte de nuestra humanidad.
Aunque los artilugios que empleamos para comunicarnos registraran todas nuestras conversaciones, aunque todos los mensajes electrónicos que intercambiamos quedasen almacenados (algo que, desde luego, no ocurre), no encontraríamos en todos esos vestigios el clima espiritual único que hallamos en algunas cartas. Nadie podrá adentrarse en el meollo de nuestra intimidad, nadie podrá asomarse a la intimidad de nuestras almas como todavía hoy podemos hacer con nuestros antepasados, leyendo sus cartas, que son el asilo donde se refugia el eco de sus latidos. Nuestros latidos, por el contrario, serán «verduras de las eras», «lágrimas en la lluvia» que nadie podrá rescatar, que nadie se molestará siquiera en rescatar. Porque aquellos instantes de la vida en marcha confiados al papel, aquellos climas espirituales que se entablaron en el coloquio entre dos almas ya ni siquiera serán concebibles por las generaciones futuras; serán, tristemente, un continente ignoto de vida irrecuperable para las generaciones futuras.
Publicado en XL Semanal.