Se podría decir que aún queda mucho, más de un mes, para que termine el año. Pero en realidad queda bastante menos. Porque el verdadero año no es el civil, el que termina el 31 de diciembre y comienza el 1 de enero. Tampoco es el año académico o laboral, que solemos llamar «el curso» que empieza y termina con las vacaciones de verano. El verdadero año es el Año Litúrgico, el que termina el sábado anterior al primer Domingo de Adviento. Y comienza el nuevo ya con la celebración de ese mismo día.
Es verdad que la vida en este mundo transcurre en un proceso lineal a la vez que circular, en el que vamos avanzando hacia delante pero repitiendo círculos, como nos indican los cumpleaños que vamos celebrando en el paso repetido de las estaciones: un año más, un año más viejos, repitiendo el mismo camino, de invierno a invierno, primavera tras primavera. Pero el tiempo pasa, corre –o vuela– y nos lleva tras de sí dejando definitivamente atrás, en el recuerdo o el olvido, los segundos y las horas transcurridos, que pueden ser evocados tan solo en la memoria. El tiempo pasa, o somos nosotros quienes lo vamos dejando atrás, sin posibilidad de recuperarlo, de volverlo a vivir, de volver atrás el reloj y vivir de nuevo el tiempo pasado.
Sin embargo con el Año Litúrgico sucede algo muy, pero que muy distinto. Porque no es sólo cuestión de fechas lo que diferencia a un ciclo de los otros. El Año Litúrgico no es un año de tiempo sino un Año de Gracia. Dios Padre nos ofrece un torrente de Gracia a lo largo de cada Año cristiano, en el que vamos no sólo recordando sino reviviendo los Misterios de Cristo. Estos Misterios se hacen presentes, realmente, bajo los sencillos signos litúrgicos, para comunicarnos su eficacia redentora, con todo su Poder salvador y santificador. Lo que pasa a lo largo de este Año, el verdadero, no es el tiempo, sino Jesucristo con su Gracia.
Es éste el Año que debe ir conduciendo, guiando y dando ritmo a nuestra vida y a nuestro tiempo. Es éste al Año al que debemos atender, al que debemos dar la importancia mayor. En realidad importa poco si estamos en diciembre o enero, en julio o septiembre, si hace calor o frío: nuestra relación con Jesucristo no depende de eso; pero no da igual si estamos en Adviento o Pascua, en Cuaresma o Navidad, porque la Gracia que Él nos ofrece es distinta y nueva en cada tiempo litúrgico. El Año Litúrgico es como un gran sacramento que se repite materialmente pero ofrece cada vez una Gracia nueva. Basta que lo queramos vivir con fe, que queramos que nuestra vida se acompase al paso del Año Litúrgico, que no dejemos que sea sólo algo que pasa por fuera y que se nota sólo en los colores de los ornamentos o en los cantos o en los adornos. El Año Litúrgico tiene que pasar por dentro, ser vivido por nosotros. Entonces podrá dar frutos y transformar nuestra vida. Porque la vida y el tiempo no tienen otro sentido más que dejarle al Padre que forme a su Hijo en nosotros (cfr. Gál 4, 19) por la acción del Espíritu Santo.
El tiempo pasa, la Gracia no. Lo que quiero decir es que no hay manera humana de recuperar el tiempo pasado, que queda ya perdido; pero sí hay manera divina de recuperar la Gracia pasada, de recibir hoy la Gracia perdida ayer, de dejarnos devolver al final del Año toda la Gracia que Dios Padre nos fue ofreciendo desde el principio a lo largo del mismo. La condición es que lo creamos, que lo esperemos, que lo deseemos, que nos preparemos. No creo que haya algo más importante que hacer al final de Año que dejarle a Dios Padre devolvernos la Gracia de todo el Año Litúrgico, por mal que lo hayamos vivido, por descuidados que hayamos pasado los tiempos litúrgicos. Aunque viviéramos mal el Adviento hace meses, hoy podemos recibir la Gracia que entonces no recibimos; aunque hubiéramos malvivido la Cuaresma, al final del Año podemos recibir su Gracia; si no supimos esperar y recibir al Espíritu Santo en Pentecostés, podemos esperarle y recibirle ahora...
Sucederá si lo tomamos en serio, si nos importa haber vivido deficientemente este Año de Gracia que acabamos; si confiamos en el Poder del perdón divino capaz de devolvernos la Gracia que hemos ido rechazando pero que Jesucristo guarda para nosotros a la espera de ofrecérnosla de nuevo; si deseamos por encima de todo recibirla y que el Año de Gracia no pase en vano... Repito: no creo que haya nada más importante que esto ahora. Ni más necesario. Y es justamente lo que Dios Padre nos quiere conceder. Por eso podemos y debemos esperarlo.
Félix del Valle Carrasquilla es sacerdote diocesano de Toledo, profesor de teología y director espiritual adjunto del seminario y colaborador de Escritores.red