La lucha por la igualdad, favorecida por los procesos de democratización que han ensanchado las posibilidades de participación de la mujer en los diversos ámbitos, como pueden ser la educación, la economía, la cultura y la política, ha alcanzado sus formas más espectaculares en los movimientos feministas, que al denunciar la relación desigual y machista entre los sexos, tanto se han esforzado en obtener derechos para las mujeres. Los conflictos más frecuentes hacen referencia a los binomios libertad-amor, trabajo-maternidad y hogar-vida pública. Los avances realizados hay que agradecérselos, especialmente en sus primeros pasos, a los movimientos feministas, aunque no podamos estar de acuerdo con los grupos más radicales que ven en el varón un enemigo y en el lesbianismo el modelo por excelencia de la visión femenina del mundo.
 
Entre los puntos de desacuerdo con los feminismos extremos está que en alguna tendencia la mujer se constituye en antagonista del varón, con rivalidad entre ambos y malas consecuencias para la estructura de la familia, mientras otra tendencia, en parte consecuencia de ésta, pero todavía más falsa y perniciosa y a la que se llama feminismo de género, tiende a cancelar las diferencias, considerándolas como un simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural. Para esta línea más extremista, la diferencia entre los «géneros» humanos aparece en el curso de la historia, es creada por la sociedad y es, por tanto, cultural. En esta concepción, la diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género, se subraya al máximo y se considera primaria, hasta el punto de que cada individuo escoge el sexo y el modo de vida que más le atrae.
 
La liberación de la mujer, cuando está fundada sobre una cultura individualista y hedonista y de libertinaje en la cuestión sexual, ve en la vida familiar y en la maternidad un riesgo y una limitación, por lo que es simplemente engañosa, pues la verdadera promoción humana, tanto del hombre como de la mujer, se apoya en la pertenencia a la familia, basada en el matrimonio entendido como comunidad de vida y amor. Por ello defendemos la igualdad de derechos y oportunidades entre los dos sexos o insistimos en que la maternidad, aunque es un fenómeno biológico, tiene también una valoración cultural, dada la condición ineludiblemente encarnada de la naturaleza humana,
 
Pero también hay otros feminismos que defienden la dignidad de la mujer en la familia, en el trabajo y en la vida social, siendo cada vez más frecuente la existencia de mujeres de indiscutible prestigio que consiguen combinar en sus vidas estas tres realidades. Evitan caer en el peligroso prejuicio de que la maternidad es una especie de esclavitud y mantienen los vínculos sociales, laborales y familiares, incluidos los que tienen como esposas, hijas y hermanas, superando además la mentalidad para la cual el honor y la importancia de la mujer deriva más del trabajo exterior que de la vida familiar. Dentro de la propia Iglesia, también hay feministas cristianas que, sabiendo que los derechos humanos no sólo son de carácter universal, sino que además son entre sí interdependientes, se esfuerzan en luchar contra las situaciones de injusticia que se dan tanto en la sociedad como en la Iglesia.
 
El feminismo moderado insiste en lo específicamente femenino y defiende sus derechos y libertades, afirmando que las mujeres tienen derecho a intervenir en los diversos ámbitos, sin por ello poner en peligro ni la maternidad, ni la familia, ni su promoción personal y profesional. La lucha por los derechos de la mujer forma parte del proceso de transformación que busca la igualdad, la justicia social y la libertad. El progreso femenino no consiste en asemejarse al varón, sino en desarrollar libremente sus posibilidades.
 
La promoción de la mujer con la equiparación de derechos y deberes en el matrimonio, en la familia y en la sociedad ha tenido ya notables resultados en las naciones occidentales, aunque bastantes problemas aún no están resueltos, puesto que existen cuestiones como la violencia, la discriminación laboral, el que en ocasiones para poder trabajar tengan que renunciar a la maternidad, la dificultad de compatibilizar su papel en el trabajo y como madre de familia, y su todavía insuficiente presencia en la vida pública. En el resto del mundo, en general, la situación es peor, especialmente en los países musulmanes y del tercer mundo, donde no se conoce casi la lucha por los derechos de la mujer y donde, por tanto, el primer objetivo a conseguir es que las mujeres puedan romper el silencio al que están obligadas.
 
Los movimientos feministas pueden servirnos a los varones como invitación a modificar muchas pautas culturales que tenemos interiorizadas, como por ejemplo el darnos cuenta de que la tarea de compaginar el trabajo fuera de casa con las exigencias de la familia compete tanto al varón como a la mujer. Uno de sus logros indiscutibles ha sido hacernos descubrir que la procreación y la maternidad, importantísimos desde el punto de vista de la función social y de la realización personal, pues muchas mujeres se realizan siendo esposas y madres y trabajando en el hogar, sin embargo no deben ser una coartada para el sometimiento de la mujer al varón, ni para la limitación del desarrollo de sus capacidades personales y sociales. Estos movimientos, al hacer reconocer los derechos de las mujeres, entran en el proyecto general de liberación del que la Iglesia ha tomado conciencia como signo de la venida de un mundo más humano y más justo.