En el Valle de los Caídos se alza un conjunto monumental y artístico sagrado único en el mundo, en un entorno natural de extraordinaria belleza. Verlo ya es una experiencia excepcional, pero aún lo es más vivirlo. Una visita orientada exclusivamente a la satisfacción turística ya tiene sentido, porque figura entre los quince o veinte enclaves históricos que todo español que pueda hacerlo debe conocer de su país, y entre la media docena que pueden representar para el extranjero algo en verdad sin parangón en otra parte.
Sin embargo, lo auténticamente inolvidable sucede en el Valle cuando se pernocta en él y se alarga la estancia siquiera sea veinticuatro horas. Entonces es cuando uno puede embeberse de la fusión entre la obra de Dios (Cuelgamuros) y la obra del hombre para Dios (la cruz y la basílica) y disfrutar de verdad de los privilegios reservados por la Providencia a ese lugar.
La Cruz. Si solo has visto la Cruz del Valle de los Caídos desde la lejanía de la carretera… no la has visto. Hay pocos momentos más impactantes que verla surgir por primera vez, al cabo de unos cientos de metros, al enfilar la carretera de acceso, superada la entrada del recinto. Y contemplar luego cómo “crece” con la proximidad, hasta que, a partir de un cierto momento, lo enseñorea todo (¿no es acaso la Cruz del Señor?). Vale la pena, en algún momento del día, hacer a pie el recorrido desde la entrada de la basílica hasta la hospedería, en su parte de atrás (o al revés, si prefieres la cuesta abajo), pues la evolución de la visión lateral a ritmo de paseo no desmerece en grandiosidad de la frontal y trasera.
Imagen: @hospederiavc
La Consagración. Cuando en la misa de comunidad llega el momento de la transustanciación, todas las luces de la inmensa nave se apagan, y una única iluminación enfoca al sacerdote elevando la Sagrada Hostia y el Sagrado Cáliz sobre el altar. Es un instante sobrecogedor al que nadie se sustrae. Los inadvertidos visitantes que, lejos de la celebración, caminan y murmullan, callan de golpe y contemplan la escena inesperada. Jesucristo se ha hecho presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y es recibido en su propia casa como merece serlo, en silencio de adoración, bajo una luz que le convierte en el templo como aquello que es: fuente única de “Luz verdadera” (cf. Jn 1, 9).
La sombra. Esa luz, paradójicamente en forma de contraste, se vierte al atardecer sobre la sierra madrileña. Cuando el cielo está despejado y el sol se sitúa exactamente detrás de los brazos de la cruz, su sombra se extiende kilómetros abajo, en una imagen de gran belleza que expresa poéticamente la protección del cielo sobre los hombres. Si has decidido hacer noche, es un presagio de que empieza “lo bueno”, la sensación de exclusividad, de hogar: el Valle y tú, a solas.
El licor. ¿No lo sabías? En la hospedería puede adquirirse el licor Alkuino, propio del lugar. Tiene su historia. Es creación de fray Albino, uno de los monjes que fundaron la abadía, cuyo aspecto y talante se correspondían con lo que parece exigir el guión: un fraile “regordete, amable y dicharachero” cuya pasión era la botánica y fabricó, a base de una veintena de plantas aromáticas que crecen en aquel monte, lo que los productores del mítico Bénédictine, al catarlo, calificaron como “el concentrado perfecto”. Una botella de Alkuino es la joya que bajarse del Valle para regalar… sobre todo si se trata de regalarse a uno mismo. Una posibilidad, sí, es degustarlo y compartirlo en casa, y dejar que obre en el paladar su potencial evocador. Pero hay otra opción: abrirlo en la habitación, llenar una petaca y echársela al bolsillo para calentar el cuerpo y estimular el espíritu durante ese paseo que ha de abrirnos al gozo intimista de una feliz conjunción que se da en el Valle de los Caídos...
...La noche bajo la Cruz, la paz, la oración. La hospedería te ofrece una cena sabrosa y casera. También una capilla donde agradecerla. Y una amplia explanada y dos caminos bajo la silueta –que se recorta contra el resplandor de la luna y las estrellas– de la Cruz que te llevó hasta allí. Es tu momento: la ocasión de rezar mirando al cielo mientras contemplas en él, como promesa esbozada de la Parusía (dicen los sabios que así se anunciará), el signo de la Redención. Y ante él exponer cuitas, pedir favores, volcar gratitudes, suplicar perdones y proclamar alabanzas. Nadie te perturba, nada te apresura. Todo el tiempo que necesites para hacer tuya la paz del Valle… lo tienes.
Cuando el alba clarea y la naturaleza despierta, fresca incluso en verano, el Dios de esa Cruz te espera en el sagrario de la basílica para recordar juntos qué buena noche fue. Y para el adiós, un “¡Volveré!” de esos que sí se cumplen.