Eso vengo preguntándome yo desde que esa gente -¿me quedo corto al llamarles sólo gente?- pusieron en marcha la apisonadora legal que permitirá el aborto totalmente libre. ¿Dormirán tranquilos a la pata llana, sin ayuda de somníferos de ningún tipo? ¿Ni Orfidal, ni Dormidina, ni siquiera infusiones de valeriana? ¿Tampoco tendrán pesadillas de legiones de infantes en agraz que huyen despavoridos de los matarifes endemoniados que los persiguen para descuartizarlos? Decir estas cosas no es tremendismo, queridos curitas del buenismo políticamente correcto, sino la triste realidad de una pandemia genocida que con la nueva ley abortista, será todavía más grave, sangrienta y contagiosa.
 
Mucho me temo que esas cuestiones humanas –de puro humanismo- y morales, les resbalen, les tengan al pairo, absolutamente indiferentes. Incluso es posible que se rían de los beatos, de los reaccionarios clericales que aún piensan que el feto es un ser humano y no simplemente un ser vivo, como sentenció ese pozo de sabiduría médica de Alcalá de los Gazules, doña Bibiana Aído, merecedora por ese descubrimiento del premio Nobel de Ciencias ocultas. No, no es nada probable que les remuerda la conciencia. Para ello sería preciso que tuvieran conciencia, que tuvieran corazón. Conciencia no tienen ninguna, era verde y se la comió un burro, y su corazón, a juzgar por sus hechos, tiene que ser necesariamente de piedra, duro como el pedernal, completamente sordo a los gritos de las víctimas, porque los asesinados gritan siempre, al margen de su dad, mientras son troceados igual que conejos arroceros.
 
Los abortistas no tienen el menor sentimiento humanista. Lo suyo es puro sectarismo, entre marxista y masónico, el que ha practicado siempre todo radicalismo, el que justifica los medios, por aberrantes y criminales que sean, para imponer sus fines y su ideología. ¿De género?, ¿de hedonismo desaforado?, ¿de alarmismo maltusiano? ¿Qué pasa, que somos demasiados en el mundo planetario que habitamos, según estos «científicos» a la violeta? Pues la solución es bien simple: en lugar de matar a los inocentes, que se auto liquiden ellos mismos. Dado el daño social y humano que hacen, seguramente nadie los echaría de menos. Al contrario, nos liberarían de los jinetes del Apocalipsis, de los partidarios de la cultura de la muerte.
 
Esta época de la historia de la Humanidad será recordada, sin duda alguna, por el triunfo del maligno, por el espanto de las matanzas abortistas, como otras que han pasado a los anales históricos por el dolor inmenso que causaron, tal que la esclavitud, o las terribles guerras del siglo XX, promovidas por seres perversos y endemoniados. Incluso antes, con las guerras napoleónicas que asolaron Europa, hijas de la Revolución francesa, hija a su vez de las ideas masónicas y madre de las trágicas revoluciones modernas. Toda una cadena de grandes tragedias humanas, auspiciadas, indudablemente, por los agentes del Mal.
 
Visto como está la situación, me digo si no habrá llegado el momento de hacer, toda la Iglesia católica, incluso la generalidad de los cristianos, un esfuerzo de oración, unas jornadas de rogativas, o una semana, pidiendo la conversión de los abortistas. Ellos, seguramente, lo tomarán a chacota. Bien, es lo probable, pero estos incrédulos más bien indocumentados, ignoran la poderosa fuerza de la oración, lo que pueden alcanzar puestos de acuerdo, los «colectivos» de monjas contemplativas y monjes de clausura, el clero y los religiosos de toda clase y condición, los feligreses de las innumerables parroquias esparcidas, en nuestro caso, por España entera. ¿Podría resistirse Dios a tanta presión suplicante? Si disminuyeran el número de abortos y preparásemos el terreno a quienes piensan plantear la batalla en las instancias legales y en la calle, ya habríamos dado un paso de gigante a favor de las víctimas, madres e hijos. Cualquier acción pacífica pero firme, menos permanecer de brazos cruzados, esperando que otros nos saque las castañas del fuego, y menos que nadie los políticos profesionales, esa casta parasitaria, salvo rarísimas excepciones, que no tienen otro objetivo que su medro personal. A costa de lo que sea y de «quien» sea.
 
Ruego final: Santa Madre de las Madres, ruega por nosotros y por ellos, por todos ellos.