El pensamiento globalista afirma que la verdad del corazón es que el corazón no conoce verdades, y así toma posiciones en el lado más descorazonador de la verdad. Las arengas a la unidad popular, nuevo epítome del melodrama colectivo, nos remontan a la dicha chestertoniana, según la cual la unión en sí misma no es mejor que la separación: "Es tan absurdo como un partido en favor de ir escaleras abajo y otro a favor de ir escaleras arriba".
El valor fundamental de la vida humana sin duda alguna es el amor. Mantenerlo puro y libre de insanias requiere como condición sine qua non que trascienda apuntando hacia una referencia externa que supere al hombre.
El amor no es un medio sino un fin, pero no un fin hecho a la medida de Bertrand Russell y los iconoclastas de su estirpe, sino un fin que no alcanza toda su determinación y esplendor por sí mismo: para alcanzar tales cotas, invoca la grandiosidad de la Causa Primera. Razón de peso para entender que la volición política no pasa de ser una guía para tornar escaleras arriba o escaleras abajo, los sentimientos de los mortales.
Instituir un amor sin santidad no iluminará al hombre en su tribular. Sin la santidad y el logos que acompañan al Paráclito, los sentimientos quedan presos de un amor nihilista desparramado a mantas. En los gobiernos fetén de la Unión Europea (ese engendro de Torre de Babel con hedor a panteísmo), el Estado no solo obra cauces para el desfogue de toda gama de amores informes o poliformes (homosexismo, animalismo, ecologismo...), también se ocupa de instilar la dialéctica de la solidaridad: una adulteración de lo que el Papa emérito Benedicto XVI llamó "el amor primero".
Precisamente para demostrar que lo que los hombres y mujeres sistémicos entienden por "solidaridad" es la versión colectiva del amor nihilista, recurrimos a la encíclica Deus caritas est del Papa Benedicto XVI: una prodigiosa síntesis del amor verdadero, a caballo entre la teología y la filosofía, donde hallamos la distinción entre ágape, eros y philia.
El eros, esa locura divina que "hace experimentar la dicha más alta", no conoce límites, pero necesita de la disciplina y la purificación. Para no extraviarse y convertirse en un amor indeterminado (o lo que es lo mismo, en esos amores nihilistas en boga en nuestros tiempos), debe emprender la ascesis cristiana. De igual modo que un eros reducido al sexo se convierte en mercancía, como dijo Benedicto XVI, relegado a puro sentimiento se convierte en mera emotividad, como el tropel de aplausos diarios a los sanitarios.
El ágape, término que acuña la concepción bíblica del amor forjado en dar la vida, es un amor fundado en la fe y refundado por Cristo, "el eros de Dios para con el hombre", tal como nos enseña el Papa rmérito en su encíclica. Se presenta como el amor purificado por la Causa Primera, que impone el eros entre los hombres.
Philia, a priori el amor de amistad, aparece también en los evangelios aludiendo a la relación de Cristo y los apóstoles. Goza de la sencillez del corazón humano, más de suyo no comporta probidad, luego es el primero expuesto a los avatares del pecado original.
Los gobernantes globalistas, en su afán por negar la mística cristiana refulgente de caridad, instilan la solidaridad sistémica (el eros de Estado) como premio a la condición de ciudadano (status civitatis). Por eso promueven protocolos de amor tribunero, a base de bancadas de aplausos y minutos de silencio inane, para apoderarse del eros y romper la filia entre los hombres sistémicos y los renuentes no globalizados.
Todo el amor que corre por las venas del hombre sistémico, globalizado por el eros de Estado, lo gasta en timbas de amigachos, sexo a discreción y melodramas colectivos. A eso se circunscribe su empobrecedora locura de amor. En buena medida, es debido a que el diablo y sus lacayos conocen las reglas del amor universal y saben que, como bien dijo Benedicto XVI, "el amor necesita también una organización como presupuesto para un servicio comunitario ordenado".
Pero llegará el día en que el Paráclito actúe y despierte el ágape en el sentimental globalizado. A los globalistas no les quedará otra que abrir sus sucias tragaderas y asentir que la fe siempre cuidó mejor de la razones de los hombres para estar unidos que los poderes temporales.
Entonces comprenderán que quien escribió el prefacio sobre el amor primero también escribirá el epílogo.